
El preso Chirete Herrera sorprendió a todos los que lo vieron ayer comparecer ante el tribunal que lo juzga por el homicidio de Andrea Neri.
Demacrado, sin piercings a la vista, con una flacura preocupante, las mejillas hundidas, la mirada perdida y un flequillo de los años sesenta, la imagen del convicto -hoy casi caquéctico- está prácticamente en los antípodas de la de aquel atlético amante de los tatuajes que animó durante meses su perfil de Facebook.
Muchos se han preguntado ayer si Chirete está recibiendo buen trato en la penitenciaría, a la que ha convertido no solo en su casa, sino también en escenario favorito para sus crímenes, desde que tras los barrotes acabó con la vida de dos de sus mujeres.
Tal vez el hecho de que la pasión criminal de Chirete haya arrastrado hasta el banquillo de los acusados a cinco guardias penitenciarios ha hecho que sus colegas (no los criminales, sino los guardias) rebajen la calidad de la atención de Chirete, a quien se ve que no le despegan el ojo, pero al que ya le podrían tirar una humita de vez en cuando.
En estas épocas de reformas sumarias de la Constitución por Twitter, no falta quien haya propuesto la modificación de la última parte del artículo 18 de la carta magna nacional, para que diga lo siguiente: «Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y enflaquecimiento de los reos detenidos en ellas».
Se espera que cuando la Sala VI emita su veredicto sobre el caso, el mismo contenga una «exhortación» al responsable de la unidad carcelaria correspondiente a someter a Chirete -hoy convertido en un pajarito desnutrido- a un tratamiento a base de mazamorra bien cargada. Lo contrario podría ser interpretado como una velada condena a muerte por inanición.