El narco, auxiliar privilegiado de la Justicia Federal de Salta

En un país como el nuestro, en donde reinan los enfrentamientos irreductibles y cada actor social, por minúsculo que sea, tiene bien definido a su «enemigo estructural», resulta sin dudas paradójico que el sistema judicial se apoye en los delincuentes para ir contra jueces y magistrados presuntamente corruptos.

Este fenómeno es mucho más grave en Salta, en donde la palabra actuada de los narcotraficantes parece gozar de una especie de presunción de veracidad, que deslumbra a fiscales y convence a jueces por igual.

Alguien parece haberles metido en la cabeza que atacando a jueces presuntamente corruptos, sobre la base de testimonios sesgados de delincuentes, se va a conseguir debilitar al narcotráfico, cuando la verdad es que conceder semejantes privilegios a los narcotraficantes (como el de la presunción de veracidad de sus afirmaciones) no hace otra cosa que protegerlos y blindarlos en su fortaleza.

En todo el mundo, las mafias poseen la capacidad de infiltrarse en las estructuras del Estado. La vocación mafiosa de reemplazar al Estado es una seña de identidad de su perfil operativo. Corromper a jueces es una forma de hacerlo, pero convencer a fiscales para que persigan a los jueces corruptos (o no corruptos) es otra manera. Quizá más sutil, pero no menos ilegal y perniciosa. Al final, la mafia siempre gana.

Los casos de corrupción judicial relacionados con las mafias que negocian con las drogas se han destapado, en casi todo el mundo, gracias a la figura de los «arrepentidos»; es decir, a aquellos delincuentes que, generalmente mediante delación, han decidido colaborar con la justicia a cambio de beneficios penales.

Pero mientras en el resto del mundo la actuación de los arrepentidos supone que el delator abandona el mundo del crimen y su declaración contribuye decisivamente a desarticular las bandas que ellos mismos integraron o conocieron, en Salta sucede todo lo contrario.

Para empezar, aquí ningún delincuente se arrepiente, y cuando decide «cantar», en vez de delatar a los suyos, lo que hace es ir contra los jueces que los han encarcelado, diciendo que después de presos, mediante la entrega de dinero, aquéllos los han beneficiado con una libertad que no merecían.

El problema, desde luego, no es éste, sino que los fiscales y ciertos jueces les crean. Algunos llegan al extremo de tenderles a los delincuentes alfombras rojas (de color rojo impunidad) con tal de que se animen a incriminar a jueces «indeseables».

Los fiscales, qué duda cabe, están obligados a perseguir tanto a narcotraficantes como a jueces corruptos. Sobre eso no hay discusión posible.

Lo que no se puede sostener ni admitir es que para perseguir a unos se deba echar una mirada condescendiente hacia los otros y convertirlos de algún modo en héroes de la lucha contra el crimen. En otras palabras, que cuando los fiscales se asocian a los narcotraficantes para perseguir otros delitos, quienes ganan son los narcos, pues ellos legítimamente pueden decir: «sin nosotros no podrían ustedes atrapar a los jueces corruptos». Lo siguiente a esto sería que los narcos pidieran tener una oficina «blanca» en el propio edificio judicial.

Es bastante sabido que en Salta los fiscales jamás han conseguido someter a proceso a los narcotraficantes más grandes que operan en la Provincia. Salta no tiene a su «Chapo» entre rejas, pues muchos de ellos circulan tranquilamente por nuestras calles y caminos. Pero sí tienen los fiscales el dudoso privilegio de haber enviado a la cárcel a un importante juez y de estar a punto de hacerlo con otro.

La sociedad debería valorar a estos fiscales (como se debe hacer con cualquier empleado a sueldo del Estado) y reflexionar con seriedad si lo que nos conviene y satisface nuestro primitivo apetito punitivo es tener a jueces entre rejas y a narcotraficantes en libertad, o si lo que manda el imperativo de justicia es perseguir a unos y a otros con idéntica eficacia y ecuanimidad, respetando por sobre todas las cosas sus derechos.

Un fiscal que pide el procesamiento de un juez por haber recibido éste sobornos y que sea al mismo tiempo incapaz de probar de modo puntual y fehaciente la ruta del dinero o de la dádiva es, decididamente, un mal fiscal. Como lo sería cualquiera que iniciara una acusación en base a una escucha ilegal de llamadas entre narcotraficantes o que diera crédito (renunciando a indagar más) a las declaraciones de un delincuente cualquiera que afirma haberle dado un contenedor lleno de dinero a la tía de su cuñado para que ésta, a su vez, se lo diera al abogado de un amigo, que haría finalmente el favor de entregárselo al juez, que fue el señor que en última instancia pidió la plata.

Si un narcotraficante tiene el poder de hacer encarcelar a un juez con una declaración tan simple como ésta, es porque algo funciona muy mal en la Justicia Federal de Salta. Y ese algo bien puede ser la excesiva influencia de las mafias sobre la estructura judicial o bien una olímpica falta de profesionalidad en ciertos magistrados, sin desechar, claro está, la posibilidad de que este triste espectáculo esté realmente motorizado por unos enconos personales entre fiscales y jueces dignos de una telenovela mexicana.

Sobre esto último habría que hilar bastante, ya que por un grave error de diseño de la carrera judicial argentina, los fiscales pueden aspirar a ocupar los cargos de jueces que quedan vacantes. Cualquiera puede imaginar, pues, que la destitución de un juez supone, para un fiscal, una inmejorable oportunidad de ascenso laboral.

Hace tiempo que el ridículo judicial internacional amenaza a Salta. Va siendo hora de darse cuenta de que ciertos papelones y ciertos excesos que se cometen entre los cerros se conocen en otras partes del mundo casi al instante y que hay personas e instituciones, muchas veces desconocidas, que son capaces de figurarse cómo es Salta y cómo son sus habitantes con tan solo abrir una web y leer sobre sucesos tan lamentables como estos.