
Siguiendo el maravilloso ejemplo cívico de Urtubey, de Yarade, de Juan Pablo Rodríguez y de otros conocidos «gestores» públicos, el Ministro de Gobierno, Derechos Humanos y Justicia de Salta, señor Marcelo López Arias -un hombre de otra generación pero con las mismas o peores mañas- ha decidido convertir las oficinas de su ministerio en una Unidad Básica.
Pero no en una cualquiera del Partido Justicialista, que ya casi no existe en Salta para desgracia del Indio Godoy, sino de ese experimento cívico de alto voltaje que se ha dado en llamar #AlternativaFederal.
A López Arias, como a sus jefes, le importa bastante poco que las oficinas que ocupa en la Casa de Gobierno sean mantenidas con el esfuerzo de todos los salteños, incluidos los que no simpatizan con Urtubey y que seguramente le votarán en contra en las elecciones presidenciales.
Si Urtubey usa los aviones del Estado y la Casa de Salta como si fueran suyas, y además ni siquiera hace el intento de poner algo de su propio dinero para pagar la luz, las empanadas, las medialunas o atender otros quebrantos menores, ¿por qué no habría de hacerlo López Arias?
Pero una cosa es que un lugar pierda su neutralidad a causa de un furor electoralista más o menos pasajero (al fin y al cabo los lugares físicos son resilientes y se recuperan, ni bien uno les aplica un poco de desinfectante) y otra cosa muy diferente es que esa misma neutralidad la pierda un ministro. Esta mancha ya queda para toda la vida.
Nadie le pide al señor López Arias que no «milite» en #AlternativaFederal. Por supuesto que es libre de hacerlo. Lo que parece razonable pedirle es que, cuando lo haga, se tome el mínimo trabajo de buscarse un quincho privado o un «hotel céntrico» para sus rosquetes y que no abuse de las oficinas que ocupa, pues el destino de las mismas es el que señalan las leyes que es y no el que él pretenda darles.
Mañana se sentarán en la misma mesa en la que ayer se sentaron los incondicionales de Urtubey las mujeres maltratadas, las víctimas de graves delitos sin resolver, los ciudadanos perseguidos o los aborígenes olvidados, y ellos, con todo derecho, dirán lo que alguna vez dijo Hugo Chávez en la Asamblea de las Naciones Unidas: «¡Aquí huele a azufre!».
Pero no lo harán al entrar a las oficinas, que previamente han sido bien incensadas, siguiendo la pulida liturgia peronista, sino cuando el ecuánime señor ministro siente sus posaderas en la silla. El sulfuro viene con él.