
Aunque la costumbre institucional reserva este título para las y los cónyuges de las cabezas de Estado (no monárquico), convendría reflexionar sobre la conveniencia de otorgar el nombre de Primera Dama (y el tratamiento protocolar que de él se deriva) a la esposa de un Jefe de Estado que, teniendo un matrimonio canónico vigente, ha decidido contraer matrimonio civil con otra persona.
Si escogemos como marco de reflexión la separación entre Iglesia y Estado (que es la regla), lógico es suponer que lo que vale para atribuir el título de Primera Dama es el matrimonio civil y no el religioso. La cuestión estaría, pues, resuelta sin mayores debates.
Pero el asunto se complica, y bastante, allí donde, a pesar de la teórica separación entre las dos potestades, el gobierno asume una forma veladamente teocrática, como sucede en Salta desde que don Juan Manuel Urtubey ejerce el cargo de Gobernador de la Provincia.
Si nuestro mandatario realmente quiere que su nueva esposa reciba, como sería justo, el tratamiento de Primera Dama, le convendría empezar a pensar en restituir a la civilidad el protagonismo y la decisión en áreas tan importantes como la educación o la salud públicas, en donde prácticamente gobierna la iglesia católica, favorecida por su posición exorbitante en materia de enseñanza religiosa en las escuelas públicas (condicionante de la educación sexual pública de adolescentes) o por su desmedida influencia en asuntos legales y reglamentarios relacionados con los denominados abortos no punibles.
Pero no solo en gobierno deberá dar pasos decididos en dirección al laicismo. La Iglesia salteña, que desde el primer momento no ha dudado en brindar amparo espiritual al Gobernador, tras conocerse su decisión de contraer nuevas nupcias, deberá cambiar de talante, pues se enfrenta ahora a una seria amenaza: la que representa la multitud de divorciados y divorciadas que reclamarán de sus sacerdotes y prelados un tratamiento semejante al que ha recibido la pareja Urtubey-Macedo.
A partir de esta tarde, el que se anime a discriminar a un padre o a una madre divorciados (sea que se hayan vuelto a unir con otros, o no), así como a sus hijos, en el acceso a la Iglesia o a los sacramentos, se expone a cuestionamientos que hasta hace solo unas semanas atrás no se podían ni siquiera insinuar.
También es posible, por supuesto, que nada cambie. No conviene olvidar que estamos en Salta.
Es decir, que es muy posible que los fundamentalistas sigan considerando a la anterior esposa del Gobernador como la única y verdadera Primera Dama, y a su nueva esposa como mera Segunda Dama o acompañante de lujo.
También puede ocurrir que el gobierno no varíe ni un ápice la dirección de sus políticas encaminadas a lograr el apoyo del clero y que Urtubey le devuelva el favor de su bendición matrimonial a la Iglesia aumentando su influencia en los asuntos de gobierno. Por su parte, la Iglesia puede seguir enrocada en sus posturas conservadoras y seguir mostrándose inflexible -y hasta inhumana, si se lo propone- con aquellos que, a su juicio, no han respetado la sagrada indisolubilidad y el carácter sacramental de la unión matrimonial, colocando en tal caso al Gobernador como una «excepción notable» a la regla.
Lo que parece en cualquier caso imposible es que alguna de las dos esposas del Gobernador -cada una con la legitimidad que le es propia- aspire a convertirse en estas particulares circunstancias en Jefa Espiritual de la Provincia.