Romero y Urtubey defraudan a los ciudadanos en un debate vacío y carente de ideas

Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey protagonizaron anoche el penúltimo fiasco de sus dilatadas carreras políticas.

Sucedió cuando ambos líderes (que suman 20 años seguidos de gobierno entre los dos) se sentaron ante las cámaras de un canal de televisión local con la intención -según ellos- de «debatir propuestas» antes de las elecciones del próximo domingo.

Bien es cierto que la manifiesta inadecuación del formato escogido por los organizadores conspiró para que ninguno de ellos pudiera expresar sus ideas con claridad. Pero la carencia de ideas de uno y de otro, así como el deseo compartido (quizá pactado de antemano) de no provocarse daño, hizo que el debate entre dos gobernadores (que lo fueron) -y aspirantes a repetir- se convirtiera en un diálogo temeroso entre dos ordenanzas de escuela.

De hecho, Urtubey no se animó a acusar a Romero en la cara de «narcotraficante» y a tratarlo de «desequilibrado mental», como durante la campaña, ni Romero se animó a recordarle a Urtubey su pasada complicidad en los desaguisados y corruptelas de sus tres gobiernos.

Urtubey renunció a la pedantería que lo caracteriza en sus apariciones públicas, aunque no a las frases hechas y a las palabras rebuscadas, que fueron, otra vez, la nota distintiva de su discurso.

Romero, mucho más llano y comprensible, careció de orden y precisión en los momentos clave del encuentro. Aunque más asequible a la comprensión general, su discurso no tuvo más vuelo que el de un administrador de finca preocupado por la integridad de los alambrados, la salud de la hacienda y el robo de herramientas.

Urtubey se refugió en el poder sanador de las cifras, y como alumno aventajado del kirchnerismo echó mano de cuadros y esquemas, incomprensibles para el ciudadano medio. A menudo recurrió a cifras porcentuales (lo que revela su escasa preparación para los debates) y cuando tuvo que tirar de cifras absolutas pareció plantear una subasta con los anteriores gobiernos de Romero.

Romero aprovechó su tiempo para señalar a los ponchazos los principales baches y defectos del gobierno de Urtubey en materia de seguridad ciudadana, educación, salud pública, bienestar social y justicia, cuidándose mucho de decir qué haría él para mejorar el desempeño del gobierno en estas áreas de gestión.

Urtubey tampoco avanzó nada de lo que se propone hacer, dando por sentado que, en caso de ser reelecto, haría «mucho más de todo lo bueno que ya hizo». No hubo en el discurso de Urtubey una sola autocrítica y sí en cambio lamentaciones aisladas sobre el carácter ineluctable de algunas patologías sociales, como la pobreza.

En sus escasos momentos de lucidez argumental, Romero recordó al actual Gobernador que Salta está considerada la segunda provincia más pobre del país. A pesar de su arsenal estadístico, Urtubey no pudo rebatirlo y prefirió guardar silencio.

Ni Urtubey ni Romero hablaron de libertades. Ninguno de los dos mencionó, por ejemplo, al enorme daño a la libertad de las personas y a la democracia que provoca la política de control de los medios de comunicación y los monopolios de prensa, que nacieron durante los gobiernos de Romero y se potenciaron hasta el infinito en los de Urtubey.

Solo al final, Romero se animó a decir algo sobre los derechos cívicos conculcados por el voto electrónico y sobre la falta de transparencia de las elecciones, un argumento que Urtubey -sorprendido- tampoco pudo rebatir, pero esta vez por falta de tiempo.

Lenguaje corporal, corbatas y redes sociales

En cuanto al lenguaje corporal, Urtubey se mostró más suelto y seguro, algo que contrastó notablemente con su escasa solvencia y con esos gestos amanerados de «niño bien» que tan poco favor le hacen. Romero, mucho más rígido e inexpresivo, no aprovechó su mayor experiencia para imponer autoridad y por momentos pareció abrumado por la tormenta de cifras desordenadas lanzada por su oponente.

Los dos se equivocaron a la hora de elegir corbata. Romero se decantó por una de color rojo con diminutos motivos claros (propia de la década de los 80) y Urtubey (dueño de una elegancia comparable a la de un acomodador de cine) por una de color azul claro (de finales de los 90).

El debate -que no fue tal- estuvo lejos de colmar las expectativas de los ciudadanos comunes, no comprometidos ni con uno ni con otro. Los incondicionales de ambos bandos, por el contrario, jalearon a sus jefes en las redes sociales. La total falta de objetividad de los comentarios sirve para dar una idea bastante aproximada de la enorme magnitud del daño provocado en el ánimo ciudadano por una campaña basada en el odio personal y en la descalificación del contrario.

En esta tarea han sobresalido los envenenados partidarios de Urtubey (entre espontáneos y rentados) que han demostrado tener bien aprendida la lección del kircherismo que enseña que el empleo de la máxima agresividad verbal contra el enemigo se traduce luego en óptimos resultados electorales.