
Quizá la última elección de estas características fue la que se celebró el 11 de marzo de 1973, después de casi siete años de ilegalización de la política a manos de la llamada Revolución Argentina.
Mientras en la mayoría de los países avanzados del mundo con democracias maduras la celebración periódica de elecciones ha contribuido a aplacar significativamente la euforia ciudadana y a propiciar, en consecuencia, un clima de tranquilidad general que permite a los electores tomar una decisión más reflexiva, en Salta ocurre todo lo contrario.
Nuestras elecciones (y esto es realmente extraño) despiertan cada vez un mayor entusiasmo popular; desatan la euforia de las masas (que muchas veces se movilizan por el odio más que por deseos de auténtica participación democrática) y sumergen al ciudadano normal en una atmósfera de nervios y tensión que conduce a elecciones pasionales, irreflexivas y arrebatadas.
Es muy peligroso que los salteños experimenten «orgullo democrático» por unas elecciones en las que prácticamente no existe competencia y quienes se presentan como candidatos pertenecen todos a un mismo partido, a una misma parcialidad social.
Podrá haber euforia, entusiasmo y hasta un legítimo sentimiento de participación democrática, pero, en la práctica, unas elecciones con estas características constituyen un engaño mayúsculo, un fraude a la democracia.
Si a la falta de alternativas reales le sumamos las campañas maratonianas y asfixiantes, que han sido diseñadas al milímetro para movilizar los peores sentimientos de los ciudadanos electores, y añadimos que los mismos nombres, las mismas personas, saltan de un partido a otro, elección tras elección, haciendo imposible a los ciudadanos distinguir lo que realmente representan unos y otros, llegamos a la conclusión de que el entusiasmo popular que despiertan nuestras elecciones es un entusiasmo malgastado e inútil.
Podemos, claro está, continuar por este camino tan peligrosamente autocomplaciente y triunfalista. Pero para algunos ciudadanos -como el que suscribe- se hace un deber advertir que provocar una respuesta pasional a los síntomas en lugar de auspiciar una respuesta meditada a las causas supone un peligro enorme. Un peligro que no solamente amenaza los cimientos de nuestra precaria convivencia democrática sino también la vida, los derechos y el bienestar de las futuras generaciones de salteños.