Elecciones en Salta: marketing, innovación e indiferencia

Uno termina acostumbrándose a las cosas buenas. Es lo malo que tiene lo bueno.

Y cuando alguien se acostumbra a hacer algo bueno durante un largo periodo de tiempo -como votar por ejemplo- sucede lo de siempre: cada vez le interesa menos.

Los economistas neoclásicos lo explican muy bien. Si partimos de la premisa de que la utilidad marginal es decreciente, la maximización de la utilidad tiene lugar cuando el último esfuerzo necesario para obtener el beneficio que esperamos es exactamente igual al beneficio obtenido. En ese momento nos damos cuenta de que la siguiente unidad de beneficio requerirá un esfuerzo mayor que el beneficio en sí mismo, por lo que no merecerá la pena.

Los ciudadanos votantes apenas si nos damos cuenta de esto. Pero quienes sí lo hacen -y entran en pánico por ello- son los políticos, que ven en la utilidad marginal decreciente del elector una amenaza mayúscula a la supervivencia de su negocio.

La receta para conjurar esta singular amenaza no ha sido elaborada sin embargo por los políticos ni ha salido de los asépticos gabinetes de los economistas. Al contrario, ha visto la luz en esa cueva siniestra en la que habitan los teóricos menores de las escuelas de negocios, especialmente la de aquellos cerebros que se dedican a ese sofisticado arte del engaño que todos conocemos como marketing.

Mac-Solución

La solución es hacer como los McDonalds cuando a los devoradores de hamburguesas les entra el aburrimiento: colocar nuevos productos en la estantería, inventarles un falso nombre escocés y convencer a los consumidores de que se trata de algo muy nutritivo y nunca visto.

No hablamos de innovación en sentido estricto, como la que podría dar nuevos aires a empresas como Apple o Samsung, sino a una forma de maquillaje «inteligente»  que comienza por los viejos productos pero que aspira a terminar dándole la vuelta al inconsciente de los consumidores como si fuese un calcetín. Todo ello hasta lograr convencerlos de que su vida será una auténtica basura sin unos buenos nuggets de pollo.

En política pasa exactamente lo mismo. Si la creciente convergencia ideológica y doctrinaria entre los principales candidatos impide que los electores decidan entre opciones verdaderamente diferentes, si los candidatos se parecen cada vez más los unos a los otros y los partidos, con sus continuas danzas, ya no sirven para diferenciarlos, la solución no es multiplicar los candidatos o los partidos sino las elecciones.

La ventaja que tienen los políticos sobre los mercaderes del fast-food  es que los primeros pueden obligar a la gente a votar, pero los segundos lo tienen francamente difícil para imponer el consumo obligatorio de sus productos. Pero en un país como el nuestro todo puede suceder.

El cálculo es simple: con una sola elección nos morimos todos de aburrimiento; con cuatro no solo nos divertimos más sino que nos evitamos que el gobierno se dedique a gobernar durante ocho meses, logramos dar trabajo a mucha gente desempleada y hacemos que se ganen el sueldo un buen número de funcionarios que de cada cuatro años trabajan solo dos.

Todo ello si contar con que nuestra economía se moviliza cuatro veces más que en tiempos no electorales y sube la ocupación hotelera.

Mejoras en el 'packaging'

Pero no vale multiplicar por cuatro las elecciones si al mismo tiempo no se introducen mejoras en el «packaging» . Ayer fue el voto electrónico, hoy es el voto joven, mañana será el voto aborigen doble, y quién sabe qué otra sorpresa nos deparará el futuro. Ninguna elección debe parecerse a la anterior. Ésa es la premisa fundamental.

Pero, además de los espejitos de colores, al elector hay que ofrecerle acción y de la buena.

Debates, alboroto, reyertas, divorcios y desencuentros públicos son la mejor forma de mantener al votante tensionado para que acuda a las urnas con los dientes apretados y los puños crispados. La caldera electoral se alimenta con un biocombustible hecho a base de insultos, descalificaciones, carteles desgarrados, gritos desaforados y acusaciones cruzadas. Si el acoso psicológico al ciudadano que se realiza durante las campañas electorales no consigue que el elector se presente a la mesa hecho un manojo de nervios o con ganas de asesinar al contrario, el negocio peligra.

Por eso, los mayores enemigos del sistema son los votantes tranquilos, los que prefieren ver un documental de la BBC sobre las hienas en Kenia, o leer la última novela erótica de E. L. James, a sintonizar el canal que retransmite en directo las últimas desavenencias entre los candidatos. Hablo de los que ni siquiera recuerdan dónde han dejado el documento y se enteran el último día en qué mesa les toca votar. ¿Indiferentes? Eso habría que verlo.

Lo cierto es que mientras los políticos se esfuerzan por hacernos creer que los unos son los enemigos jurados de los otros, a quienes verdaderamente ellos aborrecen son a estos "tibios" que se resisten a entrar en el fragor del combate. Ellos son sus verdaderos enemigos.

Y tienen razón en odiarlos, porque si el número de estos «indiferentes»  llegara a crecer hasta niveles incontrolables, podrían suceder dos cosas: el negocio de las hamburguesas electorales se hundiría sin remedio y renacería la democracia.

Y, desde luego, nada de esto le interesa a los políticos que pase.