
Qué sería de nuestras campañas si los candidatos y sus barras bravas se comportasen como caballeros daneses y, en lugar de arrojarse excrementos unos a otros, llegaran a un amistoso y civilizado acuerdo para cumplir con la ley y dejar a los ciudadanos el espacio de reflexión y serenidad que necesitan para ejercer su derecho a elegir.
Seguramente si esto ocurriera, las campañas perderían intensidad y, lo que es todavía más grave, el gran negocio se resentiría. Periodistas de pago, sicarios verbales, publicistas, patotas barriales, guardaespaldas, zares de la pauta y el resto de parásitos que vive de la refriega debería buscarse entonces otras fuentes de lucro. Algunos se verían obligados, incluso, a trabajar.
Nuestras campañas son sucias, básicamente, porque nadie controla las enormes cantidades de dinero opaco que los principales candidatos inyectan en ellas. Esta falta de control explica todas las debilidades del periodo preelectoral salteño.
Nuestras campañas son sucias, porque el que ejerce el poder no tiene ningún límite, ni ético, ni estético, ni jurídico, para utilizar a voluntad los recursos del Estado (que deben permanecer neutrales) en beneficio de una parcialidad. Nadie les exige cuentas ni se anima a aplicarles sanciones.
Nuestras campañas son sucias, porque a quien critica la utilización abusiva de los recursos neutrales no le molesta tanto que esta conducta dañina perjudique la igualdad de la competencia política y condicione el resultado electoral, como que no sean ellos los que controlen los recursos del aparato del Estado y no puedan utilizarlos en su propio provecho, excluyendo a los demás.
Nuestras campañas son sucias, porque la limpieza, la lealtad y la transparencia no son virtudes compartidas por todos los candidatos y las fuerzas políticas. Porque los principales candidatos se han formado en la confrontación, en las «roscas» de sacristía y solo conocen de acuerdos cuando se trata de repartir el botín del Estado y las pequeñas prebendas asociadas al poder.
Nuestras campañas son sucias, porque el fanatismo cuasirreligioso impera en los partidos y modela el carácter de sus líderes y de sus feligreses.
Nuestras campañas son sucias, en fin, porque todos los que concurren a las elecciones lo hacen con la convicción de que la ley es un adorno, una formalidad vacía, propia de los regímenes demo-liberales, y que lo que está «bien» es interpretar la ley para que ésta termine diciendo lo que realmente no dice.
Como solía decir aquel sabio, ofende el que puede, no el que quiere. Por tanto, decir que estos candidatos (cuyo bajísimo nivel intelectual casi todo el mundo conoce) estén «insultando la inteligencia de los ciudadanos», comporta reconocerles una capacidad que no poseen.
Para ofender realmente la inteligencia ciudadana hacen falta políticos brillantes. Y de esos no tenemos.