Tribulaciones en la primera democracia del mundo

  • Hasta hace solo cinco días atrás, los estadounidenses podían presumir de la limpieza y transparencia de su sistema electoral. El modelo norteamericano ha sido siempre objeto de observación -y, en algunos casos, de admiración- por parte de los administradores electorales de muchos países que se esfuerzan por construir una democracia sobre bases estables.
  • Elecciones en los Estados Unidos

Pero todo eso ha saltado por los aires y no lo ha hecho porque algún trasnochado perdedor haya salido a poner en duda la veracidad y la regularidad del acto electoral, sino porque ha sido el mismísimo Presidente de los Estados Unidos el que ha echado un tupido manto de dudas y sospechas sobre el escrutino. Nunca antes el la historia del país se había visto algo como esto.


Las elecciones ajustadas son el signo de los tiempos que vivimos. El propio Donald Trump se benefició en 2016 de una elección muy ceñida en la que obtuvo una escasa mayoría de electores, aun cuando su contrincante -entonces Hillary Clinton- le aventajaba por dos millones de votos en el conjunto nacional. Ahora, Biden se distancia de Trump por cuatro millones de votos y la Presidencia del país depende del lentísimo escrutinio de estados como Nevada, Georgia o Pennsylvania, en donde todavía no es segura la victoria de uno o de otro.

La incertidumbre no sería nada, puesto que de alguna manera los ciudadanos y los mercados ya preveían una elección muy reñida, a pesar de las predicciones de las encuestas que otorgaban a Joe Biden una ventaja relativamente cómoda sobre el actual inquilino de la Casa Blanca. Lo que ha producido una catástrofe no ha sido la duda sobre el resultado sino las acusaciones de fraude sin pruebas de ninguna naturaleza lanzadas por el presidente Trump, aparentemente acorralado y asustado por la forma en que Biden le viene recortando diferencias en Giorgia (donde casi ha empatado) y en Pennsylvania (donde está a punto de hacerlo). Entre los dos estados hay en juego que nada menos 36 votos electorales. Baste con recordar que Biden, que se ha asegurado ya 264 votos electorales, solo necesita 6 más para alcanzar la mayoría de 270 que lo convertiría en Presidente de los Estados Unidos.

Quizá pensábamos que las denuncias de fraude electoral eran cosa del tercer mundo, pero ahora nos damos cuenta de que «son cosas que pasan hasta en las mejores familias». Ningún país, por muy avanzado que sea, está exento de fraude. Y el fraude no solo consiste en «volcar urnas», «repartir zapatillas y choripanes» o hacer «votar a los muertos», como hemos visto a lo largo de nuestra accidentada historia, sino también en utilizar estratégicamente las redes sociales y los medios de comunicación para intoxicar y desinformar, desviando la atención del ciudadano de aquello que verdaderamente le importa.

Donald Trump se queja de que las grandes empresas tecnológicas se han conjurado en su contra. Algo bastante extraño de explicar y más difícil de probar. Básicamente porque si a alguien ha beneficiado la bonanza económica del gobierno de Trump ha sido a estas grandes corporaciones que, según él, le han dado la espalda. Pero no es extraño que aun en los estados en que Trump se ha impuesto con holgura, sus capitales y ciudades más importantes se hayan decantado por Biden. Trump se ha consolidado como el candidato de la América profunda, de la América que -a pesar de su liderazgo- desconfía del mundo que la rodea, de la América -si se me permite- menos dinámica y más dogmática.

Basta ver el mapa y comprobar cómo en todos los estados de la costa Oeste (California, Oregon, Washington), más sus vecinos Nevada, Arizona, Nuevo Mexico y Colorado, los votantes se han inclinado por Biden, igual que lo han hecho casi todos los estados de la Nueva Inglaterra, a excepción de Pennsylvania, que aún no se ha decidido. Sucede lo mismo en la gran zona industrial de los grandes lagos, en donde Biden gana Minnesota, Wisconsin, Illinois y -sorprendentemente- Michigan. Solo Indiana se queda en color «rojo».

Algunos «demócratas» (no confundir con los militantes y simpatizantes del Partido Demócrata) se quejan de que en los Estados Unidos hay 50 formas diferentes de votar y otras 50 de contar los votos. Son los estados los que deciden de qué forma se elige al Presidente y esto, señores, se llama federalismo. No hay otra palabra para definirlo. Me permito a insistir en la idea de que un sistema centralizado de elección del presidente y un sistema único de cómputo de los votos favorece de una manera decisiva la imagen de un Presidente cuya autoridad proviene directamente del pueblo y no de las provincias que conforman la federación, como quisieron los que organizaron el país en 1853. En estas condiciones el federalismo no es imposible sino mucho más difícil.

Por el bien de las demás democracias del mundo, es de esperar que los estadounidenses arreglen sus diferencias electorales mediante el recuento de los votos y no en disturbios callejeros o en los estrados judiciales. Pero mientras Joe Biden ha pedido paciencia y llamado a la calma a sus seguidores y opositores, Donald Trump no ha hecho más que echar leña al fuego. Y aunque sus soflamas llamando a la resistencia y a desconocer los resultados aún no se han trocado en violencia desembozada, preocupa que las elecciones que el primer país del mundo ha celebrado en este fatídico 2020 produzcan consecuencias políticas y sociales indeseadas.

En este caso es muy difícil comparar, pero si un país tan políticamente agitado, como lo es y siempre ha sido Bolivia, ha podido resolver hace solo unos días sus elecciones presidenciales en calma, sin acusaciones y sin brotes de violencia, el que algo así pueda ocurrir «o'er the land of the free and the home of the brave» es una desgracia, no para la democracia, sino para el género humano.