
Solía encontrarme en los McDonald's a una nube de entusiastas jovencitos moviéndose nerviosos detrás del mostrador y siempre dispuestos a recibir al cliente con una sonrisa, cierto es que un poco sospechosa de ocultar sus intenciones de convertirse en el próximo empleado del mes.
Pero cada vez hay menos empleados, según parece.
Hace algunos años me sorprendí al ver en el McDonald's de la Porte Maillot de París, a unos pocos pasos del Palais de Congrès, un restaurante totalmente automático, en el que las amables chicas del «siguiente por aquí, por favor», que te tomaban el pedido y te cobraban, habían sido reemplazadas por unas pantallas enormes unidas a un terminal con lector de chips para acercar tu tarjeta de crédito.
Hace un par de días fui al McDonald's más cercano a mi casa, en el que pensaba que todo seguía funcionando como antaño, pero me di con la sorpresa de que también aquí, a dos pasos, el famoso restaurante de los arcos dorados había evolucionado hacia la robotización del trato con el cliente.
Mudo frente a la pantalla que me invitaba a componer mi pedido, pensé en ese momento que necesitaba para manejarla a un diestro capacitador del Tribunal Electoral de Salta que me fuera diciendo paso a paso cómo debo colocar el dedo grasiento sobre los iconos. Afortunadamente, el menú del restaurante es más limitado que la oferta electoral de las PASO, así que al final me lancé solo, sin ayuda externa, a la aventura de encargar unos nuggets de pollo con papas fritas medium.
Todo un problema de elección, ya que lo que antes era small ahora parece que es child size. Es decir, «medium is large and large is jumbo».
El caso es que entre tantas opciones de configuración sufrí una repentina alucinación y me pareció ver la cara del Indio Godoy junto a un Big Mac del tamaño de un bollo de San Lorenzo.
Torpe como soy con las pantallas táctiles (mis dedos parecen zapallitos tronqueros) terminé pidiendo (¡y pagando!) un happy meal cuando lo que yo quería era comer unos nuggets. Para peor, el ticket que imprimí decía: cuarto de libra con queso.
Eso no sería nada. Lo peor fue que al llegar al mostrador me dieron un Mc Fish.
Inmediatamente pensé que el sistema, para funcionar bien, debería pasar por una concienzuda auditoría de los informáticos de la UNSa. ¿Cómo es posible -me pregunté- que un avezado consumidor de comida chatarra como yo pueda confiar en estas máquinas si su código fuente no es conocido por aquellos expertos de nivel tan internacional?
Al final, insatisfecho con la hamburguesa de pescado hervido, me dirigí al presidente de mesa... digo, al encargado del restaurante, para presentarle formalmente mis quejas cívicas. Para mi sorpresa, el hombre me dio una explicación sumamente preocupante: «Lamentablemente, de vez en cuando las máquinas automáticas de pedido están sometidas a ataques por parte de los hackers rusos. Lo importante para nosotros no es que su pedido salga exacto sino que usted pague lo que le corresponda».
Fue allí entonces cuando me dije: «A esto yo ya lo he vivido antes. Quizá en otra vida. Mejor me alejo de estas temibles máquinas».