El voto electrónico y el elector avergonzado

  • La triste historia de los electores que no quieren que los demás se enteren de que en su casa siguen yendo al baño con un ejemplar ajado de El Tribuno en vez de con un iPad.
  • El miedo a que lo tomen a uno por estúpido

El gobierno de Salta, y su brazo armado, el Tribunal Electoral, piensan que el millón de electores que hay en Salta ha venido al mundo con un smartphone bajo el brazo y que quien más quien menos está familiarizado con las pantallas táctiles lo mismo que con la Novena del Milagro. Primer error.


El segundo es creer que el elector, que ante la vista de todo el mundo se planta delante una máquina de voto electrónico, no experimenta vergüenza y apuro al enfrentarse a un aparato que le presenta cientos de pantallas diferentes (han sido más de 13 mil los candidatos en las pasadas elecciones), entre las que debe elegir en no más de tres minutos, y en el orden que los programadores han querido que aparezcan. Es más o menos como hacer zapping en mil canales, pero sin saber muy bien por dónde.

En las galerías de las escuelas hay gente impaciente haciendo cola para votar, niños que gritan, madres amamantando a sus crías, policías amenazantes con acullico, el presidente de mesa y los fiscales miran al elector con desconfianza, de modo que si uno se pasa más de tres minutos recorriendo las interminables pantallas con el dedo se expone a que alguien piense que intenta hacer alguna matufia.

Resultado: muchísima gente en Salta ha votado cualquier lista, urgida por las prisas, atenazada por el miedo escénico, y sobre todo para evitar que sus conciudadanos (algunos vecinos de ellos) se lleven la triste impresión de que es un tarado al que le ha tomado más de veinte minutos hacer una elección que el Tribunal Electoral y su aparato pedagógico dice que se hace en unos pocos segundos. Tan pocos, que ni siquiera queda la grasa de los dedos en la pantalla.

«Ese debe de tener un celular de madera», comentan algunos en la cola. «¡Dónde está la capacitación!», vociferan otros. «Metalé, doña; que tengo los fideos en el fuego». Y así.

Pero el sistema está diseñado de un modo tan pero tan inteligente, que para ese elector avergonzado, que suda como testigo falso mientras se produce ante sus ojos un desfile inacabable de listas, de siglas, de números y de nombres, las opciones de voto más fáciles y más rápidas son siempre las que corresponden a las listas del gobierno.

Uno tranquilamente puede acudir a las mesas -como antaño- seguro de saber por quién va a votar. El asunto es hallar luego al candidato de nuestros amores, una vez que nos enfrentemos a las siniestras máquinas. Que la Pachamama nos ayude.

Antiguamente, con el voto de papel no había mayor problema, pues el elector llevaba consigo una papeleta oficial en el bolsillo o la tomaba delicadamente del cuarto oscuro, siempre que allí las hubiera. En caso de no haberlas la solución era muy sencilla: salir fuera y decir «aquí faltan votos, señores». Entonces, tal y como sucedió con ese joven que se quedó sin papel higiénico en un tren a Glasgow y tuvo que pedir auxilio por Twitter, viene el presidente de mesa y le trae el papel. No higiénico, pero casi.

Pero si uno no encuentra rápida y fácilmente la pantalla del que quiere votar y en su fuero íntimo se pregunta con insistente angustia «¿dónde está Godoy? ¿pero dónde está Godoy, la puta madre?», para que no lo tomen a uno por idiota o para que los que están esperando no incendien la escuela, al final termina votando lo primero que le aparezca: «¡Má sí, le doy a Pequeño, print y que se jodan! Me voy de aquí antes de que me linchen».

Así funciona lo que viene siendo la parte «más legal» del voto electrónico de Salta. La otra parte ya es bastante conocida.

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