
A esa pregunta ha respondido con un jubiloso sí la Presidente de la Nación, señora Cristina Fernández de Kirchner, quien ha calificado el resultado del referéndum griego celebrado ayer como una «rotunda victoria de la Democracia y la Dignidad».
A lo largo de sus siete años y medio de gobierno la señora Kirchner ha demostrado, entre otras cualidades, una exquisita ignorancia del mundo y unas habilidades diplomáticas virtualmente nulas.
Baste recordar aquella vergonzosa carta que envió al presidente Obama en octubre de 2014, la infeliz imitación del acento chino en un tuit publicado en febrero de 2015, la desafortunada intervención en la Universidad de Harvard, en septiembre de 2012, la absurda distinción entre «bancos» y «caixas» en España o los reiterados desprecios dirigidos al ministro español de Economía, Luis de Guindos, a quien llegó a llamar «el pelado ese» en el contexto de una humillante burla al pueblo español y a las penurias vividas por millones de personas durante la última crisis económica.
Lo de ayer, sin embargo, no fue un simple desliz verbal, ni una de esas ironías tan finas a las que la presidente Kirchner nos tiene acostumbrados, sino la expresión de un profundo desprecio por los valores democráticos que encarna la Europa unida.
De las instituciones de la Unión Europea se puede decir de todo: que son ineficientes, burocráticas, inflexibles, insensibles o, incluso, conservadoras; pero muy difícilmente se pueda decir que no son democráticas y que son indignas. Calificarlas de este modo es sencillamente un despropósito, especialmente si este juicio arbitrario proviene de alguien que hace solo tres años atrás lanzaba elogios desproporcionados a Alemania para congraciarse con un empresario de esa nacionalidad.
Nadie en Europa ha puesto en duda el carácter democrático del referéndum griego, pero tampoco nadie se ha atrevido a negar legitimidad democrática a la actuación de las instituciones europeas en relación con la crisis de la deuda griega. ¿Qué diría la señora Kirchner si los veintisiete países miembros restantes convocaran mañana a un referéndum para decidir si los ciudadanos europeos deben seguir prestando ayuda financiera a los griegos? ¿Se atrevería a calificar de antidemocrática y de indigna la decisión de 490 millones de europeos?
Encerrada en su mundo y absorbida por la atmósfera mefítica de la política doméstica, convencida de que la izquierda populista europea simpatiza con su gobierno cuando la realidad es que lo desprecia profundamente por peronista, la señora Kirchner no ha sido capaz de precisar en qué consiste ese plus de dignidad del pronunciamiento griego de ayer.
El voto de un griego es tan digno y democrático como lo es el de un holandés o el de un portugués.
Si los griegos hubiesen votado masivamente por el sí ¿serían igualmente dignos? La Presidente de la Nación no sólo debería responder a esta pregunta sino explicarles a los argentinos por qué motivo Alemania (el país que con más dureza se ha opuesto a las pretensiones griegas) ha dejado de ser esa nación ejemplar y digna de imitar; es decir, por qué, de golpe, la patria del «buena onda» de Martin H. Richenhagen se ha convertido en un país indigno y dictatorial.
Lo que no sabe la señora Kirchner es que si en los próximos días los jubilados griegos consiguen cobrar sus pensiones no será por el acierto del gobierno de Tsipras, ni por la simpatía de líderes como Nicolas Maduro o Vladimir Putin, sino porque el indigno y antidemocrático Banco Central Europeo ha puesto el dinero necesario para ello.
Las políticas de austeridad de Angela Merkel levantan oleadas de protestas en toda Europa. Los descontentos se cuentan por millones. Pero nadie -solo la señora Kirchner desde su fortaleza austral- ha llegado a poner a Merkel a la altura de Hitler.
Lo que no entiende ni entenderá nunca la Presidente argentina es que la política (el gobierno político de los Estados) está jugando sus cartas en Europa, como no lo puede hacer en la Argentina desde que su gobierno sustituyó la política por la ideología y convirtió a la democracia en una maquinaria de aniquilación de las minorías disidentes.
Lo que ha callado la Presidente de la Nación es que la democrática decisión del pueblo griego (tan respetable, insisto, que la de cualquier otro pueblo de la Europa democrática) puede acarrear para los castigados ciudadanos de ese país más privaciones, más incertidumbre y más sufrimiento; es decir, los mismos padecimientos que producen a sus pueblos las respetables democracias de Venezuela y Argentina.
La impostada simpatía por la izquierda populista griega puede interpretarse, claro está, como un rechazo hacia los países poderosos. ¿A quién no le gusta despotricar de vez en cuando contra ellos? Pero, en el fondo, esta simpatía tan desmedida, superficial y acrítica, constituye un desprecio mayúsculo a países como Irlanda, Portugal, España o Italia, que han logrado sortear la crisis con grandísimos esfuerzos y sufrimientos de sus pueblos.
O quizá se trate -y la señora Kirchner no quiera reconocerlo- de una sutil alineación de su gobierno con los eurófobos norteamericanos, como Donald Trump o Paul Krugman, a quienes el comandante Hugo Chávez, si viviera, habría calificado con cierta malicia como «cachorros del imperio».