
Se trata en cualquier caso de una interpretación muy discutible del precepto contenido en el último párrafo del artículo 11º de la Constitución de Salta, que establece que el gobierno de la Provincia «coopera» al sostenimiento y protección del culto católico, apostólico y romano.
En primer lugar, salta a la vista que no se trata de una obligación recíproca; es decir, que la norma constitucional no obliga a la Iglesia sino exclusivamente al Estado provincial salteño, y más concretamente a su gobierno.
Del mismo modo, la iglesia católica no puede invocar esta norma para reivindicar una especie de «derecho a cooperar» con el gobierno o la prerrogativa de asociarse con el Estado para realizar sus propios fines.
En segundo lugar, llama la atención que la redacción de la Constitución salteña sea diferente a la del artículo 2º de la Constitución Nacional, que, lisa y llanamente habla de que «el gobierno federal sostiene el culto católico apostólico y romano».
Debemos por tanto interrogarnos por qué y con qué alcance la Constitución de Salta utiliza el verbo cooperar.
Según el Diccionario de la Lengua Española, cooperar significa «obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin». En tal sentido, la palabra es sinónimo de «contribuir» (ayudar y concurrir con otros al logro de algún fin).
Por tanto, allí donde la Constitución de Salta dice que «el gobierno de la Provincia coopera al sostenimiento...», puede leerse tranquilamente «el gobierno de la Provincia contribuye (con otros) al sostenimiento...».
La cuestión estriba ahora en saber quiénes son esos «otros»; es decir, con quién o con quiénes la Provincia de Salta concurre al logro del objetivo de sostener y proteger el culto católico, apostólico y romano.
La respuesta no puede ser sino una sola: con el gobierno federal.
El artículo 11º de la Constitución de Salta solo puede interpretarse en el sentido de que el gobierno provincial coopera con el gobierno federal al sostenimiento del culto católico.
Sería absurdo pensar que el gobierno provincial coopera con la iglesia católica, pues el sostenimiento y protección del culto es un objetivo político del Estado (del federal o del provincial). La finalidad de la Iglesia es algo más trascendente y bastante menos política. No se limita, como es obvio, a «sostener» el culto.
La Provincia de Salta considera, por tanto, que el sostenimiento del culto católico es, principal aunque no excluyentemente, una obligación del gobierno federal y, como entidad política subordinada que es (la supremacía del orden federal está establecida claramente en el artículo 31º de la Constitución Nacional), la Provincia, dentro de los límites de su autonomía, ha decidido cooperar con el gobierno federal en esta tarea.
El papel meramente coadyuvante del gobierno provincial parece muy claro en este aspecto.
Iglesia, culto y religión
Ni la Constitución nacional ni la provincial dicen que los gobiernos deban sostener y proteger a la iglesia católica.Cuando los textos constitucionales hablan de «sostener» el culto católico, apostólico y romano, aluden en realidad a una obligación de prestar apoyo o auxilio a este culto, mas no a un deber de profesar sus creencias, defender su doctrina o costear las necesidades económicas de la Iglesia, como institución.
Teniendo en cuenta que la Constitución es una norma territorialmente acotada y que la Iglesia, por el contrario, es universal, única y virtualmente inabarcable, una hipotética obligación de «sostener» a la Iglesia sería desproporcionada o de imposible cumplimiento.
En lo que aquí nos interesa, el «culto» es la expresión y la actuación concreta en la que se manifiestan las diversas religiones. En el caso de la religión católica, el culto consiste en el homenaje externo de respeto y amor que el cristiano tributa a Dios, a la Virgen, a los ángeles, a los santos, a los apóstoles y a los beatos.
Aunque la relación entre religión y culto es sustancial e íntima, no debe perderse de vista que «religión» significa, simplemente, conocimiento y aceptación de una relación fundamental entre el hombre y el ser absoluto, trascendente y personal.
La Constitución no protege, por consiguiente, a la religión católica (en tanto dogma o creencia acerca de la divinidad) tanto como a los actos en que aquélla se exterioriza; en la medida en que tales actos tienen un significado y una raigambre popular que favorece o puede llegar a favorecer el objetivo político de unidad del Estado.
La iglesia católica, por último, solo es o puede ser objeto de protección constitucional en tanto desempeñe su papel de intermediaria del culto. Si se tiene en cuenta que la Iglesia es un misterio (porque es a la vez divina y humana, visible e invisible, terrena y celestial, temporal y eterna), se advierte rápidamente que el empeño de convertirla en un mero objeto de protección constitucional es una tarea más bien complicada.
Lo que no es ni puede ser de recibo, es que la autoridad eclesiástica invoque un inexistente derecho a la cooperación recíproca con el Estado para solucionar problemas menores de su propia administración de personal, como lo son las cuestiones relacionadas con el régimen disciplinario de los sacerdotes.