
Sin embargo, este resultado tan peculiar (y tan dañino, al mismo tiempo) es comprensible en cierta medida, puesto que cualquier apelación al «futuro» que se pudiera hacer en Salta despierta desde hace algún tiempo sospechas de las más variadas. Sucede algo parecido con las repetidas promesas electorales de fundar o practicar una «nueva política».
La razón de esta desconfianza se encuentra, sin dudas, en la manipulación electoralista de la idea de «esperanza» por parte de los sucesivos gobiernos de Juan Manuel Urtubey, que, como bien sabemos, dejaron a su paso una densa estela de miseria humana y material que será muy difícil de disipar en las próximas décadas.
Urtubey (y nadie más que Urtubey) es el responsable de que «la esperanza» (entendida como el arte de escribir el futuro) se convirtiera en Salta en un eslogan vacío, en una lata de humo de colores, en una mentira calculada con tiralíneas que jamás nos convocó a trabajar seriamente para salir del atraso y afianzar nuestro porvenir.
Al contrario, la manipulación de la idea de la esperanza solo alcanzó a despertar (en algunos) la ilusión de que los sueños colectivos se cumplirán por arte de magia; una solución que, por cierto, está estrechamente emparentada con los misterios de la fe: «Si crees en mí sin formularte preguntas, los problemas se van a solucionar». ¡Y como Salta es tierra de fe...!
Siguiendo la onda sinuosa del pensamiento utilitarista de Urtubey, los candidatos que salieron beneficiados del último convite electoral (no se puede hablar de «ganadores», por un sinfín de razones) han eludido en todo momento cualquier referencia al futuro de Salta y de los salteños.
Ninguno de ellos, ninguna de ellas, acertó a decirnos, por ejemplo, que para afrontar lo que vendrá debemos ponernos ya mismo manos a la obra. No solo porque el que espera no desespera, sino también porque quien está seguro de que el futuro no vendrá solo (sino que debemos salir a su encuentro) aprende rápidamente a detectar cada día aquellos pequeños cambios cotidianos que nos avisan de que estamos en el camino de la superación del problema.
Pero en vez de hacer algo parecido, casi todos los candidatos electos han prometido aportar a lo que ellos -con lujo de vaguedad- llaman «este proyecto»; o al otro (da casi igual). Nadie conoce cuál es el «proyecto» del que hablan. Nadie sabe cuál es su contenido, sus metas o sus plazos. Lo que se sabe es que el «proyecto» está encarnado en una persona que tiene nombre y apellido, pero no fecha de caducidad.
Ninguno ha insinuado siquiera que para llevar a cabo cualquier proyecto, en la dirección que sea, resulta obligado dialogar a diario con algo que se llama 'principio de realidad'. Porque si no tenemos en cuenta este principio, si no proyectamos con los pies en la tierra, lo único que conseguiremos -como consiguió Urtubey- es generar ilusiones vanas alrededor de personalismos humillantes, y dar vida a una numerosa legión de ciudadanos frustrados, peligrosamente desconectados de la realidad en la que viven.
Durante la pasada campaña electoral hemos asistido a una prolija exhibición de eslóganes vacíos y voluntaristas, como «queremos una ciudad mejor», «vamos a mejorar la política», «tenemos que mirar hacia los próximos veinte años», o los más tradicionales «acabemos con el ajuste», «Salta es una provincia riquísima» o «escucharemos a los vecinos».
Aunque la práctica totalidad de estos reclamos proselitistas han sido formulados en un vago e impreciso tiempo verbal futuro, casi todos ellos nos conectan de algún modo con un pasado que nos resistimos tozudamente a dejar atrás.
Quizá lo peor es que estas difusas promesas de campaña han sido lanzadas hacia una sociedad débil, carente en absoluto de motivación para alcanzar sus metas, si es que la suerte le hubiera permitido definir tales metas de antemano. La apatía electoral -de la que con mucha ligereza se responsabiliza a los políticos- no es para mí sino el resultado de la aguda debilidad de nuestros lazos civiles y de nuestra probada incapacidad para sentarnos a pensar todos juntos en aquello que a todos nos concierne.
Si decimos que la esperanza es acción nos topamos nuevamente con la impávida estatua de piedra de Urtubey, que es el que nos ha destripado el final de la película y el que, con su inmovilismo y su fracaso, no ha conseguido mejor cosa que neutralizar el poder energético y transformador de la esperanza para ayudarnos a sortear los obstáculos del camino.
Los últimos 25 años de la política de Salta se podrían caracterizar, bien por la concentración del poder, bien el culto a la personalidad. Pero para ser más ecuánimes (y, al mismo tiempo, para reconocer menos el protagonismo excluyente de los sultanes que nos han gobernado) se podría decir que lo que singulariza este largo periodo de nuestra historia es la destrucción de la esperanza, su anulación como herramienta para abordar el futuro, para aprovechar las circunstancias que nos rodean, para resolver problemas, para favorecer la motivación y relanzar nuestra autoestima.
Podríamos detenernos en esta última cualidad y decir que los gobernantes -incluido el actual- han invertido cuantiosos recursos públicos en inflar lo que se conoce como el «orgullo salteño», que es probablemente la forma más perversa de generar autoestima de entre todas las que se conocen. Es muy fácil darse cuenta de que los motivos del «orgullo» fabricado a medida por los intereses del gobierno (las «causas nobles» de las que habla el Diccionario) están totalmente fuera del tiempo presente, fuera de nosotros y, desde luego, muy lejos del futuro.
Es decir; nos enorgullecemos porque Güemes escala sin parar en el ranking de singles de la heroicidad hispanoamericana, porque un billete tendrá su barbuda cara, porque los gauchos en tropel son un vistoso atractivo turístico, porque nuestras empanadas son las más sabrosas de la región, porque nuestra Procesión es la más multitudinaria de Sudamérica, porque las máquinas electorales son transportadas a lomo de burro a los pueblos remotos de Iruya, porque las juezas más perspectivistas se pasan la Ley por el arco del triunfo cuando quieren, en beneficio de soluciones populistas. Y así un larguísimo etcétera.
Los salteños y las salteñas -según se desprende del resultado de las elecciones del domingo- apenas si utilizamos la enorme capacidad que tenemos los seres humanos de imaginar futuros posibles. Tal parece que aquella parte de nuestro cerebro que controla esta incalculable potencia (el área prefrontal) está cubierta totalmente por la grasa de las empanadas, lo que impide su propagación a las neuronas decisionales. No hay nada que nos devíe -ni siquiera por error- de nuestra «huella histórica»; nada que cuestione el acierto o la buena dirección de las decisiones que se adoptaron en otros siglos, para dar respuestas a desafíos muy diferentes a los actuales.
Casi todos los candidatos y candidatas han renunciado a su deber de evaluar lo que ha de venir. Más de uno lo ha hecho de una forma consciente y deliberada. Pero una mayoría ha incurrido en esta imperdonable omisión porque ignora que el pasado influye mucho menos de lo que lo hace el futuro sobre nuestras vidas. Conviene no olvidar que el futuro es, para los salteños, en este momento, un recurso natural mucho más importante que el litio; porque el futuro crea ilusiones, forja sueños, nos hace formularnos propósitos y acariciar expectativas. Es decir, nos coloca en la senda del crecimiento y nos aleja del conformismo y la autocontemplación.
En uno de sus libros más renombrados, el italiano Giorgio Nardone, el fundador de la psicología estratégica junto al austriaco Paul Watzlawick, nos advierte: «La esperanza en el futuro nos hace releer positivamente incluso el peor de los pasados».
Para la próxima elección, que ocurrirá en menos de un mes, propongo el ejercicio de evaluar a los candidatos y candidatas por la estructura de sus frases. Y propongo que desconfiemos de aquellas y aquellos que con tono asertivo entonan autocríticas inverosímiles o poco sinceras; que recelemos de los que prometen bajarnos la luna (por ejemplo, una Salta bañada en blanco por la luz de los litiodólares). Propongo que apostemos por aquellos y aquellas que comienzan su discurso con un simple y tímido «y si...».
Prestemos atención a los que nos dicen, por ejemplo: «¿Y si creáramos un Tribunal Constitucional independiente de la Corte de Justicia?» o «¿Y si el Gobernador acudiera una vez por mes a la Legislatura para informar de su trabajo a los representantes del pueblo?» o «¿Y si generalizáramos la utilización del referéndum para tomar las decisiones políticas más importantes?»
Habrá, por supuesto, miles y miles de voces contrarias a estas iniciativas. Pero son precisamente las resistencias que se levantan frente a las ideas osadas e innovadoras, los obstáculos que se alzan automáticamente ante cualquier intento de mirar el futuro con audacia, los que fortalecen nuestra esperanza y evitan que caigamos en el desánimo y en el abismo de la ansiedad.
Cuando Salta recupere su camino hacia el futuro, las elecciones, los candidatos, sus propuestas y sus resultados, serán enteramente diferentes, para mejor. Con un poco de suerte y muchísimo esfuerzo, podremos quitar del camino a esta larga saga de parásitos que nos mantienen anclados en el atraso por el puro placer de reproducirse a sí mismos a lo largo de varias generaciones.