
Así como la pandemia evoluciona al compás de la expansión del virus, la situación económica de los principales países de la Tierra va cambiando por horas.
Las últimas noticias nos hablan de que algunos territorios -como por ejemplo, la Comunidad Autónoma de Murcia en España- reclaman al gobierno central la interrupción total de la actividad económica no esencial. Pedidos en tal sentido se han hecho sentir con fuerza también en Italia y en Francia.
Si hasta el momento la economía de estos países ha podido resistir, ello se debe a que mucha gente todavía puede trabajar. Pero mientras aumentan los contagios (desgraciadamente el número de contagiados preocupa a las autoridades mucho más que el de fallecidos), mientras se reduce el número de camas disponibles en los hospitales y se produce el «llamado a filas» de la reserva sanitaria, crece la sensación de que es necesario parar la economía de los países para detener los contagios y aliviar la carga brutal de los sistemas sanitarios.
Si una cosa así llegara a ocurrir, habría un gran debate en torno a lo que debe considerarse una «actividad económica esencial».
En efecto, lo primero que a uno se le viene a la cabeza es la fabricación y distribución de alimentos, medicamentos y material sanitario. Pero también son esenciales la seguridad, las comunicaciones, la limpieza de las ciudades, la provisión de energía, y en cierta medida el transporte.
Imaginemos por ejemplo un zoológico, que cierra y que nadie puede visitar mientras dure el confinamiento. Cualquiera colocaría a esta actividad entre las que son claramente no esenciales para que la sociedad pueda sobrevivir. Sin embargo, alguien tiene que dar de comer a los animales para que no mueran, alguien debe asegurarse de que vivan limpios, alguien debe cambiar y purificar el agua de los acuarios, etc.
Este es solo un ejemplo de la complejidad a la que nos enfrentamos.
Mientras se agudiza y afirma cada vez más la interrupción de la producción, se expande la idea de que los salarios de aquellos que ya no pueden producir sean soportados por el Estado.
En España, al menos, el gobierno ha pedido a las empresas más grandes que hagan esfuerzos por mantener el volumen de empleo y por seguir pagando los salarios. Para las unidades productivas más pequeñas ha puesto a disposición una serie de instrumentos legales y financieros que permiten que los salarios de algunos trabajadores sean satisfechos a través del Servicio Público de Empleo y la caja de las prestaciones por desempleo. Hay, sin embargo, un conjunto bastante extenso de productores (agricultores, trabajadores autónomos, trabajadores del hogar familiar, parados de larga duración sin derecho a prestación, familias monoparentales, etc.) que necesitan de especial protección, pero no con líneas de crédito o con ayudas parecidas, sino con una renta periódica de base mensual.
En la Argentina, la situación no es tan grave en este aspecto, pero tiene toda la pinta de que puede agravarse en los próximos días.
Si en condiciones que podríamos llamar «normales», los enemigos de la renta básica incondicional esgrimían como principal argumento la incapacidad financiera del Estado para hacer frente al desafío y las rigurosas medidas de control del déficit fiscal, ahora buena parte de esos obstáculos han desaparecido. Entre los partidarios de la RBI cunde la certeza de que en el mundo hay dinero más que suficiente para pagar a todos una prestación de esta naturaleza y que todo se reduce a una cuestión de voluntad política de hacerlo.
Sin dudas no es un buen momento para experimentar, puesto que las circunstancias son excepcionalísimas. Pero ya hay quien dice que si la RBI llegara a funcionar razonablemente bien en un contexto de fortísima restricción a la actividad económica libre (con el cierre masivo de instalaciones e infraestructuras), todavía lo hará mejor cuando las fuerzas productivas se desplieguen con toda su intensidad.
Los partidarios de la RBI defienden también que ahora, justamente cuando los ciudadanos están encerrados, es buen momento para saber qué van a hacer con su dinero cuando no lo pueden gastar en ocio, en vacaciones y en actividades superfluas, que en su mayoría están prohibidas por las razones que todos conocemos. Calculan también los partidarios de la RBI que en estas condiciones el dinero ayudará a que las familias puedan pagar sus deudas (alquileres, hipotecas, servicios) y que si bien la liquidez de las familias ayudará a que el circuito financiero se mantenga sano, la idea es aprender de los errores del 2008, tiempos en que alguien imaginó que la salida de la crisis pasaba por inyectar dinero a los bancos y no en las cuentas de los ciudadanos.
La incondicionalidad de la renta básica sería, de este modo, más bien forzosa: a nadie se le exigiría hacer nada a cambio del dinero que recibe, pero en este caso porque nadie puede salir a buscar trabajo o asistir a cursos de formación. Y la universalidad -otro de los rasgos fundamentales de la RBI- se podría atenuar, teniendo en cuenta de que las personas con más poder adquisitivo podrían excepcionalmente dejar de percibirla, si, como se calcula, el Estado aumentará los impuestos a los grandes patrimonios o los movimientos del capital financiero ocioso.
Obviamente, hay mucha gente en el mundo que sueña con que la renta básica universal e incondicional no sea simplemente una dinero que sustituya las rentas perdidas, sino que sean un complemento necesario de nuestros ingresos normales y habituales, los que percibimos cuando la economía funciona sin restricciones. Pero hasta tanto esta normalidad se restituya y las personas puedan salir de sus hogares a trabajar como lo hacían antes de que estallara la crisis, un mecanismo abierto, flexible, transparente, eficaz y no burocrático como la RBI puede aportar las soluciones económicas y sociales que ahora mismo los gobiernos buscan desesperadamente para evitar el hundimiento y la catástrofe.
Hoy más que nunca se ha puesto de manifiesto la importancia de tener dinero en el bolsillo. La crisis está rompiendo de algún modo con la conexión entre trabajo y dinero. Hoy, miles de personas que no pueden salir de sus casas cuidan de sus mayores y de las personas más desvalidas y lo hacen sin percibir dinero a cambio. El valor económico de su trabajo y su aportación al mantenimiento de los lazos sociales y productivos es altísimo, y ahora es la oportunidad para darse cuenta de lo que valen los trabajos despreciados por los poderosos; entre ellos, el trabajo dentro del hogar familiar, el de los empleados de los supermercados o el de los que limpian los hospitales y aeropuertos.
Cuando todo pase y los cielos se despejen, asomará por el horizonte una nueva era que pugnará por ganar conciencias y voluntades frente a los que seguramente pretenderán seguir hinchando sus bolsillos a costa de la debilidad estructural de una enorme proporción de la población. El rol de los gobiernos es hoy más importante de lo que lo ha sido nunca en los últimos 75 años y el momento ha llegado de elegir entre hacer circular el dinero (que no es otra cosa que la representación simbólica de la riqueza que todos contribuimos a producir) entre los que lo necesitan para sobrevivir o dejar que se siga acumulando y leudando como los bollos en los paraísos fiscales.