La renuncia de Abel Cornejo desnuda la crisis del poder duradero en Salta

  • Si algún problema padecemos los salteños y somos incapaces de resolver este es el de la duración del poder. Hasta hace cuarenta años atrás podríamos incluso enorgullecernos de haber conseguido controlar la duración del poder a través de consensos, que en algunos casos eran escritos (las sucesivas constituciones), y, en otros, tácitos (los gobiernos de facto que se proponían gobernar un tiempo limitado para luego devolver el fardo a los civiles).
  • Una lección para la historia

En 1982 cambiaron las tornas, pues en plena dictadura militar y al cobijo de los negocios con el poder ilegítimo, un grupo de dirigentes sin experiencia política pero con ambición ilimitada se dio a la tarea de romper los consensos fraguados durante décadas en torno a la duración que debían tener los gobernantes. Hay que reconocer que no les ha costado mucho hacer añicos en poco tiempo lo que tanto esfuerzo costó a los salteños de otras épocas.


Para darse una idea aproximada de esta deriva, basta con recordar que la primera Constitución de Salta posterior a la organización nacional -la de 1855- establecía que el Gobernador de la Provincia duraba solo dos años en sus funciones. Ahora puede durar, como todo el mundo sabe, hasta doce, sin que nadie se escandalice por ello.

Desde hace un poco más de treinta y cinco años, la idea que los salteños tenemos del poder es la de que es para siempre. Es decir, una idea que marcha en la dirección exactamente opuesta a la de los principios republicanos de los que de tanto en tanto sacamos pecho y más cercana al régimen de los faraones en el antiguo Egipto.

Ya da igual lo que dicen las constituciones al respecto. Poder que se conquista no se devuelve; mucho menos se pierde. Lo único que se puede hacer con el poder en Salta es incrementarlo, agarrándose a él como a un clavo ardiendo. Aquel que habiendo probado las mieles del poder no consigue hacerlo más efectivo y más eficiente, al menos se esmera en hacerlo más duradero, porque al fin y al cabo un poder por más tiempo es sin dudas más poder.

Esta idea particular del poder ha propiciado que los ciudadanos normales tomen una cierta distancia de la vida pública y, en su mayoría, hayan decidido combatir los excesos (particularmente los temporales) desde la contestación política, actividad que últimamente apenas si le hace cosquillas al poder.

Pero hay quien -como el doctor Abel Cornejo- tomó en su día la decisión de plantarle cara al poder eterno desde sus mismas entrañas, denunciando periódicamente sus tentaciones, sus desvaríos, sus falacias jurídicas y su perversa base filosófica.

Consciente y convencido de que todo poder llega a su fin, Cornejo ha presentado hoy su dimisión, cuando le faltaba casi un año para que expirase el segundo de sus mandatos como juez de la Corte de Justicia de Salta.

La decisión ha desconcertado a muchos, pero ha sorprendido poco a quienes conocíamos de su desconfianza militante hacia el poder duradero. Podría haber esperado Cornejo a que su mandato acabara y volver tranquilamente a su casa, pero ha querido dar un golpe magistral sobre la mesa y lo ha conseguido, al dejar descolocados y desvestidos a los partidarios del poder eterno.

No ha faltado hoy quien sostenga que Cornejo abandona la Corte de Justicia en señal de protesta por la debilidad del Poder Judicial, por el amiguismo, el partidismo y la mala calidad de sus procedimientos. Pero esta es solo la punta del iceberg. Con su inesperada dimisión Cornejo ha enviado un recado muy consistente no solo a quienes ostentan el Poder Judicial, sino a los políticos de cualquier especie y rango que se han aferrado a los cargos y posiciones que ocupan como lo hace la hiedra al muro.

Es verdad que la dimisión de Cornejo es una tremenda bofetada en la cara de los malos jueces que pretenden reformar la Constitución provincial encerrados en un cuarto, de espaldas a los ciudadanos, y sin facultades para tocar una coma de nuestra norma fundamental. Pero también es un aviso para los que quieren seguir prolongando su dominio sobre las instituciones sin límites temporales de ninguna naturaleza.

A Cornejo le bastaba esperar que los malos jueces hicieran su trabajo de zapa y declararan en tres hojas que los «siete magníficos» van a sentarse en la Corte hasta que la muerte los separe. Pero no. Aun siendo uno de los potenciales beneficiarios de una operación espuria e inmoral, Cornejo comprendió tempranamente que la maniobra forma parte del blindaje del poder duradero en el que nunca creyó. Lecciones como esta se ven con muy poca frecuencia en Salta, y me animaría a decir que en el mundo.

De los salteños depende que la soberbia lección de Abel Cornejo no caiga en el olvido o que se convierta en una simple curiosidad histórica. Ha llegado el momento de denunciar con energía y coraje a aquellos que trabajan sin desmayo para que su poder sea eterno, excluyendo a los demás y frustrando a generaciones enteras que esperan su oportunidad. Quitémosle las máscaras, así sean intendentes, legisladores, gobernantes, jueces o abogados de poca monta. No permitamos que la dimisión de Cornejo se convierta en un gesto vano y vamos a por los faraones de la política de Salta, que todo el mundo sabe quiénes son y dónde se esconden.

El que sabiendo lo que se juega en esta parada se queda en su casa durmiendo la siesta, sabe a lo que se arriesga. Después, no se admiten quejas ni lamentaciones.

Si todos los salteños lleváramos hoy adentro a un Abel Cornejo o a una parte mínima de él, una buena cantidad de nuestros problemas estarían resueltos. La decencia y el coraje -cualidades que suelen coincidir bastante poco- nos están diciendo que todavía es posible derrotar al poder duradero y a sus procuradores, sin tener -como ellos- que violar la Ley y tratar a la Constitución como si fuese un trapo.