
Muchos de los que visitan habitualmente estas páginas saben o pueden llegar a saber que en los últimos meses mi preocupación por la calidad de nuestra democracia y por el futuro de nuestra convivencia política se ha incrementado de forma más bien notable.
En este tiempo -que, por circunstancias diversas, se me hace bastante difícil precisar- he intentado conectar con mis comprovincianos (con sus dirigentes políticos, con sus líderes sociales y con los ciudadanos comunes), utilizando para ello, generalmente, un lenguaje simple y asequible, abierto idealmente a la comprensión de amplias audiencias.
Estoy convencido de que una buena parte de los males que desde hace tiempo aquejan a nuestra política provienen de la complicación -muchas veces innecesaria- del lenguaje que empleamos en la comunicación cotidiana, y aunque parezca un poco pedante (en la medida que alguien pueda dar por supuesto de que uno domina un nivel de comunicación superior) pienso que prescindir de las poses intelectuales y de las vanas demostraciones de erudición en el espacio público es quizá el mejor servicio que se puede hacer en estos momentos a la política salteña.
Dicho lo anterior, tengo que admitir que no todo lo que sucede a nuestro alrededor se puede explicar con palabras simples, y que en algunas ocasiones es necesario zambullirse en la complejidad para poder ver la luz.
Es el caso del tema de este artículo: la disociación de la idea democrática, que proviene de la tensión entre la complejidad de los asuntos que la democracia debe resolver y la sobrecarga de expresión que es producto de unas expectativas de participación popular que ya no son compatibles con la complejidad de los problemas que enfrentamos y debemos resolver.
El panorama que se abre delante de nosotros
Durante los próximos doce meses viviremos una gran agitación política. Nada que no hayamos vivido antes.Pero en esta ocasión, los salteños no podremos equivocarnos, como antes. No podremos darnos ese lujo, por más que algunos políticos, con sus actitudes poco firmes y sus discursos ambiguos, nos extiendan todos los días una invitación casi irresistible a volver a equivocarnos.
El gobierno provincial que teóricamente abandonará el poder el año que viene nos ha dejado -sin querer- las cosas muy claras. Su falta de acierto nos permite hoy ver con la debida claridad que nuestro sistema político ya no es capaz de gestionar la creciente complejidad del mundo (una complejidad que el provincianismo niega pero que está presente en cada uno de los fenómenos sociales que presenciamos a diario) y que no basta ya con falsificar la realidad para que el salteño medio experimente un alivio pasajero a sus males.
Nuestra democracia, como otras democracias del mundo, experimenta una profunda crisis de identidad que prácticamente ha desembocado en una disociación, aparentemente inconciliable, entre las demandas ciudadanas de eficiencia (que empujan al sistema hacia las soluciones tecnocráticas) y las demandas ciudadanas de reconocimiento o de visibilidad de los distintos grupos (que empujan hacia las soluciones populistas).
La democracia salteña, permítanme decirlo, no ha sabido resolver esta complicada ecuación (si es que alguna vez se ha dado cuenta de lo que estaba sucediendo) y es por ello que hoy navega a dos aguas, entre el “solucionismo” y el “expresionismo”, para utilizar la terminología del profesor Daniel INNERARITY.
El gobierno de Juan Manuel Urtubey, atrapado en la contradicción, inmóvil frente al peligro y autoconvencido de unas fortalezas que nunca ha tenido, le ha causado un profundo daño a la democracia al no saber equilibrar (por falta de poder o por exceso) estas dos fuerzas que pugnan por hacerse con el control de los mecanismos democráticos.
Como plantea INNERARITY, asistimos a una tensión entre quienes entienden la democracia como un valor en sí mismo, cuya eficiencia depende de su capacidad para producir resultados con criterios de justicia, y entre los que consideran que la democracia real se apoya en procesos deliberativos idealizados; es decir, los procedimentalistas, más interesados en la forma en que se toman las decisiones que en el contenido mismo o el acierto final de estas decisiones.
En cualquiera de los dos casos, la democracia es lenta (siempre lo ha sido); y sea que las decisiones hayan de ser tomadas por un pequeño grupo de expertos con una mínima participación popular, o por el grupo más grande, previa una deliberación amplia y sin exclusiones, los resultados democráticos siempre se hacen esperar más de lo que la paciencia media de los ciudadanos está dispuesta a tolerar. La impaciencia ciudadana es, pues, una de las notas características de los sistemas políticos abiertos de las primeras décadas del siglo XXI.
En Salta, estas prisas han propiciado un fenómeno paradojal, caracterizado por el creciente desempoderamiento popular (a causa del refuerzo del poder de las elites, del aumento cualitativo de los espacios de influencia del capitalismo incompatible con la democracia o del creciente poder de los algoritmos) y la ficción de un empoderamiento popular igualmente creciente, caracterizado por el aumento del volumen auditivo de las demandas de visibilidad y participación de una multitud de colectivos sociales, que se engañan a sí mismos pensando que influyen de forma decisiva en el proceso de toma de decisiones políticas.
El caso más paradigmático y al mismo tiempo más alarmante es el de las feministas salteñas a sueldo del gobierno, que piensan ingenuamente que han conquistado verdaderos espacios de poder, cuando su batalla hoy por hoy consiste en mantener el puesto y el sueldo, mientras comprueban con cierta impotencia el arrollador avance de las elites sobre el poder real.
Todo sea por alcanzar las soluciones deseadas antes del nuevo ciclo electoral.
Votantes apasionados, pero irresponsables
Estas dos formas de entender y practicar la democracia coexisten en estos momentos en Salta, en el interior del mismo sistema político, incapaz de poner orden o de moderar esta tensión.Debo admitir, no obstante, que la tarea de evitar esta gran escisión y de poner en práctica una concepción integral y equilibrada de la democracia estaba ya, de entrada, fuera del alcance intelectual y político de los actuales gobernantes de Salta. Y reconocer también que en la base de los problemas de nuestra democracia se encuentran el carácter y la idiosincrasia de nuestros votantes, cuyo acierto generalmente damos por descontado, sin razones de peso suficiente para ello.
En su libro Against Democracy, el joven profesor estadounidense Jason BRENNAN argumenta contra la idea popular de que la democracia es la mejor forma de gobierno, la que empodera a los ciudadanos y los vuelve más informados y más cívicos.
Según BRENNAN, décadas de investigación demuestran exactamente lo contrario; es decir, que la democracia nos ha vuelto irracionales e ignorantes; algo que si es cierto en los Estados Unidos, con sus niveles de civilización y desarrollo y su estabilidad institucional, lo es mucho más en Salta en donde una clase política paternalista y perpetuamente desconfiada del demos ha sacado provecho de la pasión exagerada del votante y de su falta de formación cívica, fomentando al mismo tiempo una sólida cultura de irresponsabilidad colectiva compartida.
Es verdad que el profesor BRENNAN es partidario de la epistocracia (un sistema de elección de gobernantes en el que el voto de los que más saben tiene más valor que el de los que menos saben), pero en lo que aquí interesa resulta muy útil rescatar su clasificación de tres categorías de ciudadanos democráticos:
1) Los hobbits
• Mayormente ignorantes y apáticos en materia política.
• Carentes de opiniones políticas fuertes y firmes.
• Ignorantes de los acontecimientos actuales y de las ciencias sociales utilizadas para evaluar tales eventos.
• Poseedores de un conocimiento pasajero acerca del mundo circundante o de la historia nacional.
2) Los hooligans
• Poseen opiniones fuertes y firmes.
• Son capaces de presentar argumentos a favor de sus creencias, pero al mismo tiempo son incapaces de articular argumentos frente a las creencias opuestas.
• Consumen información política de manera parcial y sesgada.
• Ignoran las evidencias científicas y las investigaciones que no confirmen sus opiniones preexistentes.
• Las opiniones políticas forman parte de su identidad.
• Desprecian a los que discrepan.
3) Los vulcans
• Piensan en la política de un modo científico y racional.
• Sus opiniones se basan en las ciencias sociales y la filosofía.
• Su confianza es tan fuerte como lo permite la evidencia racional.
• Son capaces de defender puntos de vista opuestos.
• Están interesados en la política pero son desapasionados para evitar ser parciales, sesgados o irracionales.
• No experimentan desprecio por quienes discrepan con ellos.
A pesar de cierto primitivismo, la democracia salteña ha traspasado un cierto umbral de complejidad y necesita desesperadamente una renovación, que no solo sea práctica sino también conceptual y filosófica. No podremos rescatar a la democracia de su encierro y asegurar su supervivencia en el futuro, si no nos animamos a cambiar drásticamente el enfoque para que nuestros políticos dejen de criar hobbits y hooligans, productores de votos, de pasión y de alboroto.
Evidentemente, necesitamos políticos más realistas, más humildes y más dispuestos a escuchar que a enardecer, así como necesitamos más vulcans, capaces de hacer más llevadera la incertidumbre y de borrar las fronteras entre las elites responsables y el pueblo irresponsable.