Reflexiones sobre la prisión de un inocente

  • El autor de este artículo recuerda que a comienzos de febrero de 2016, cuando se conoció la sentencia que condenó como culpable de un doble homicidio a un hombre que había sido absuelto en el juicio plenario y contradictorio al que fue sometido dos años antes, estas páginas publicaron un artículo en el que se dejaron esbozadas las principales líneas de su defensa.
  • Razonamientos jurídicos
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El 4 de febrero de 2016, a pocas horas de que un tribunal de Salta, de forma sorpresiva, pronunciara la sentencia que condenó a un ciudadano a prisión perpetua, revocando su absolución, sin darle la más mínima oportunidad de ser escuchado y de ratificar su inocencia, el que suscribe publicó en estas mismas páginas un artículo de opinión en el que dejaba expresada, a grandes líneas y con una discreta base argumental, su disconformidad con tal decisión.


Ha pasado un año y medio desde que aquellos comentarios vieran la luz. Al cabo de este tiempo se han sucedido de forma vertiginosa algunos hechos -no necesariamente procesales- que han devuelto este tema a la consideración de la opinión pública y reavivado el interés por aquellas reflexiones jurídicas generales, a las que algunos han adherido -total o parcialmente- sin tomarse por cierto la decorosa molestia de mencionar la existencia de aquel temprano artículo.

No pretendo reivindicar la paternidad de ningún enfoque jurídico. En mi ánimo siempre ha estado -y previsiblemente estará- el deseo de evitar la consumación de una injusticia y -desde una perspectiva algo menos práctica- la convicción de que los derechos fundamentales del hombre han de ser respetados por encima de cualquier consideración o cálculo político.

Son estas razones las que me impulsan a revisar mis reflexiones y a hacer el intento de aclararlas o de enriquecerlas. Pero no son las únicas, pues también me ha conmovido -¡a quién no!- la angustiosa situación emocional del condenado, recluido en una cárcel deficiente y amenazante, y la fragilidad de su familia, que ya solo confía en Dios, porque ha perdido la confianza en las instituciones de Salta. Estoy convencido de que la peor reacción de todas es la indiferencia y es por ello también que me propongo ratificar una vez más aquí, y con los argumentos que más abajo expondré, que el Estado salteño ha cometido con este ciudadano una injusticia imperdonable, que urge corregir. No solo por el bien del detenido y de sus derechos, sino por la imagen de una sociedad vapuleada que necesita volver a creer en sí misma y proclamar al mundo su decencia.

Argumentos básicos

Comenzaré por exponer los argumentos de sentido común, para luego referirme a cuestiones más técnicas.

Solo tres pruebas incriminaban al acusado: una directa y dos indirectas. La primera era un estudio pericial no concluyente que advirtió, con reservas, trazas de su ADN en el cuerpo de las víctimas. La segunda era la declaración incriminatoria de otro acusado; pero no de cualquier acusado sino de aquel a quien las pruebas científicas condenaban de forma incuestionable. La tercera, más indirecta aún, el informe pericial psicológico que lo mostraba como un sádico en potencia y como un machista consumado.

Estos tres elementos, valorados conjuntamente por el tribunal que lo juzgó en primera instancia, resultaron insuficientes para acreditar plenamente su culpabilidad. Dos de los jueces que integraron aquel tribunal dijeron que había dudas de su participación en los hechos, y el restante dijo directamente -sin duda que valga- que era completamente ajeno al crimen.

Cualquiera puede darse cuenta de la perfecta asimetría de estas pruebas. Mientras la prueba científica -en caso de que hubiera sido concluyente- habría sido apta para acreditar la culpabilidad, sin necesidad de muletas, las otras dos son marcadamente insuficientes, sea que se las valore individualmente o en conjunto. Pensemos que si ya es sospechoso de por sí un examen psicológico sesgado (se puede hablar de un bias notable) y llevado a cabo con herramientas teóricas precientíficas, mucho más lo es la declaración incriminatoria del culpable condenado, máxime cuando en el juicio, entre las pocas cosas que resultaron acreditadas, figura su visceral enemistad con el acusado inocente.

Ahora bien; tras un recurso, el tribunal que lo condenó entendió también que no había ninguna duda, pero no ya de su inocencia sino de su culpabilidad.

Lo primero que llama la atención a cualquier observador no es tanto el hecho de que la condena se produzca tras la absolución del acusado, sino que su culpabilidad fue declarada en base a un expediente idéntico al que motivó su absolución en un juicio contradictorio y con acceso a los medios de defensa.

Los franceses llaman a esto condamnation après un acquittement sur un dossier identique.

Es decir, que en la supuesta segunda instancia (la que finalmente lo condenó) no han habido ni hechos nuevos, ni nuevas pruebas sobre los hechos declarados probados en la instancia anterior, sino un simple reexamen del mismo expediente en que se basó la absolución.

Los límites de la casación penal

Pero, ¿es esto posible?

La respuesta a esta pregunta no es sencilla. Todo depende del tipo de procedimiento, de las alegaciones en que se base el recurso y, especialmente, del tipo de prueba de que se trate. Es decir, el tribunal que hace las veces de segunda instancia puede resolver, efectivamente, en base a un expediente idéntico, siempre y cuando se den algunas de las siguientes dos condiciones, o las dos juntas: 1) que el recurso denuncie infracciones jurídicas (sustantivas o procesales) y 2) que en el recurso se alegue un error esencial en la valoración de la prueba, pero a condición de que esta prueba no sea de aquellas que requieren inmediación y oralidad.

Dejando a un lado el primer caso (regulado, con poca claridad por el artículo 550 del Código Procesal Penal de Salta), es más que claro que el tribunal que debe resolver el recurso puede, por ejemplo, valorar de modo diferente la prueba documental (no considerada «personal») sin reproducir el debate procesal, pero no puede hacer lo mismo con las denominadas pruebas personales (la declaración del imputado, la de los testigos o los informes periciales).

Desde luego, que los informes de los peritos pueden, en determinados casos, ser equiparados en cuanto al recurso de casación se refiere, con la prueba documental. Pero ello no sucede, de ninguna de las maneras, cuando los estudios periciales han sido objeto de ratificación, aclaración, ampliación, contradicción y debate en la instancia. En cualquiera de estos casos la prueba pericial se convierte en «personal» y rigen para ella en consecuencia los principios de inmediación y oralidad, que a grandes trazos significan que solo puede valorar esta prueba aquel tribunal ante el cual se ha producido.

En el caso que analizamos, a despecho de la ley, el sentido común y de las normas constitucionales que garantizan el derecho a un proceso con todas las garantías, el tribunal que ha resuelto el recurso y condenado al reo, trató a la prueba pericial producida en la instancia anterior como si fuese «suya»; es decir, como si los peritos hubieran estado cara a cara con ellos. Y no solo eso: tuvo también la osadía de enmendar, con argumentos realmente vergonzosos, la valoración que de la misma hicieron los jueces que escucharon, vieron y pudieron interrogar a los peritos en rabioso directo, pidiéndoles todas las explicaciones del caso. Tres jueces -valga la pena recordar- más veteranos, más experimentados y mejor formados que los que condenaron al reo.

Al haberse producido la ratificación o aclaración de los extremos del informe pericial ante el órgano juzgador, la prueba queda de alguna forma afectada por la percepción directa del órgano jurisdiccional, a consecuencia de la inmediación. En este sentido, animo a leer las sentencias del Tribunal Supremo español de 5 de junio de 2000 y de 5 de noviembre de 2003.

Cuando, como suele ser habitual, los peritos comparecen personalmente en el juicio oral, el tribunal juzgador dispone de las ventajas de la inmediación para completar el contenido básico del dictamen con las precisiones que hagan los peritos ante las preguntas y repreguntas que las partes les dirijan y con las que libremente les formulen los jueces. En tales casos, la prueba pericial deja de ser solo un papel escrito para integrarse y completarse con otros elementos de imposible valoración por parte de quienes no presenciaron su práctica.

No entraré a valorar si alguna norma de procedimiento de Salta autoriza a hacer semejante cosa. Solo diré que si esta norma existe, es claramente inconstitucional.

Lo que sí diré -y perfectamente convencido de lo que digo- es que el tribunal que condenó al acusado después de su absolución, utilizó un subterfugio dialéctico de extrema perversidad que consistió en desplegar una cortina de humo delante de sus propios argumentos, para oscurecer la decisión y hacerla incomprensible para los no iniciados. So pretexto de revisar la forma en que el tribunal de instancia ha valorado la prueba (cosa que puede hacer, con visibles limitaciones), lo que ha hecho el Tribunal de Impugnación es valorar la prueba directamente. Y aunque suenen parecido, estamos hablando de cosas bien diferentes.

Quiere esto decir que si el tribunal superior hubiera advertido que una prueba fue mal valorada por el juzgador de instancia, tratándose de una prueba personal que requiere inmediación, lo que debió hacer es devolver las actuaciones al tribunal inferior para que proceda a una nueva valoración de la misma prueba, ajustándose a los criterios señalados en la ley o a los que el tribunal superior le indique. Lo que no puede hacer de ningún modo -y sin embargo es lo que hizo- es valorar por sí mismo la prueba, en un sentido diametralmente opuesto al del juzgador de instancia. Al hacerlo de este modo ha violado las garantías que protegen al proceso, el derecho de defensa del reo y su presunción de inocencia.

Para completar el subterfugio argumental, el tribunal que condenó al acusado, muy consciente de que su esforzada «reelaboración» de la prueba científica (que incluyó la reversión total de sus conclusiones) era todavía inconsistente y débil en orden a fundar una condena, recurrió a la «integración culpabilizadora», sumando a las vaguedades de la prueba genética la falaz declaración del acusado culpable y el sesgado estudio pericial psicológico. Ninguno de los tres elementos de convicción hubiesen superado los filtros de los tribunales menos exigentes del mundo.

La doble instancia

Voy a hacer ahora un breve inciso de carácter técnico para referirme al recurso de casación, que, en Salta -según los tribunales domésticos-, satisface plenamente la exigencia convencional de la doble instancia y se ajusta como un guante a la garantía constitucional del proceso con todas las garantías legales.

La doble instancia (artículo 8.2.h de la Convención Americana de Derechos Humanos) es un principio jurídico en el que con facilidad se advierte que las exigencias del debido proceso se extreman en el campo del proceso penal, en donde también rigen otros principios generales de decisiva importancia, como lo son el derecho de defensa en sí, el principio de legalidad, el principio de juez regular o natural, el principio de inocencia, el principio in dubio pro reo, la prohibición del doble juzgamiento por los mismos hechos, el derecho a una sentencia justa y la cosa juzgada.

Parece evidente, pues, que la doble instancia ha sido instituida en los instrumentos internacionales para asegurar y reforzar las garantías del ciudadano sujeto a enjuiciamiento y para protegerlo de los errores judiciales. Pero aunque se empeñen y refunfuñen los tribunales de Salta, esta exigencia no la suple ni la podrá suplir jamás el recurso de casación; ni aun uno desfigurado como el que regula el código procesal salteño.

Es que el recurso de casación es un recurso extraordinario que por su carácter nomofiláctico tiene vedada la íntegra revisión de la condena, no cabe contra todas las sentencias -sino sólo contra aquellas que están contempladas en la ley- y no tiene -no debería- el mismo objeto y contenido que el recurso de apelación.

Hay que recordar que la apelación atribuye plena jurisdicción al tribunal competente para resolver el asunto, y que, por tanto, permite un nuevo examen o novum iudicium de las pruebas practicadas, de la valoración jurídica de las normas aplicadas y de la llamada subsunción; es decir, la operación lógica que consiste en encuadrar un caso particular y someterlo a un principio o una norma jurídica de carácter general.

Para intentar aclarar un poco más las cosas, debemos poner el ejemplo del recurso de casación penal regulado por la Ley de Enjuiciamiento Criminal española, que define un ámbito acotado en el que no hay lugar para el control del juicio fáctico contenido en la sentencia impugnada, excepto en el supuesto del apartado 2 del artículo 849 de la L.E.Crim, que establece la procedencia de la casación en caso de error en la apreciación de la prueba.

Pero la cuestión es que, atendiendo a su naturaleza nomofiláctica, la casación se orienta al control de los errores in iudicando o in procedendo ocurridos en el proceso y reflejados en la sentencia, de forma tal que el tribunal superior que conoce de la casación solamente puede evaluar los aspectos externos de la actividad probatoria. Por ejemplo, puede revisar si en el proceso ha existido prueba de cargo suficiente para justificar la condena; si esa prueba de cargo fue obtenida por medios lícitos; y si la conclusión probatoria alcanzada por el tribunal juzgador es razonable conforme a los medios probatorios y a las reglas que disciplinan la valoración.

¿Derecho a ser oído o derecho a ser escuchado?

El examen personal del acusado que va a ser por primera vez condenado es ineludible. Si la condena se produce en la segunda instancia (después de su absolución en la primera) no vale como justificación para la elusión de la audiencia pública que el reo haya sido escuchado alguna vez (o mil veces) por el tribunal inferior, o incluso que allí haya hecho uso de su derecho «a la última palabra».

Tampoco vale como audiencia del acusado la simple formulación de un escrito técnico en la segunda instancia. La oralidad y el contacto directo, las miradas enfrentadas, no pueden sustituirse bajo ningún concepto.

Probablemente hubiera sido más presentable si, antes de pronunciar la condena, al tribunal superior salteño se le hubiera ocurrido traer al acusado a su presencia para que dijera las últimas palabras. Pero ni siquiera eso hicieron.

Y aunque lo hubieran llevado de adorno, la sola presencia del acusado no habría bastado para un juicio justo. Se le debió dar la oportunidad de ratificar su inocencia de viva voz, de cuestionar otra vez y con la máxima amplitud las pruebas que supuestamente lo incriminaban; es decir, no solo un derecho a ser «oído» sino a ser cabalmente «escuchado». Pero ninguna de estas cosas se produjo, y así, un hombre que se hallaba disfrutando de su libertad, sin esperar a que la sentencia condenatoria fuese firme, fue inmediatamente aprehendido y encarcelado.

La jurisprudencia

Prácticamente la clave de bóveda de todo este asunto se encuentra en la sentencia nº 167/2002, de 18 de septiembre, del Tribunal Constitucional español, que supone un antes y un después en la línea evolutiva del tratamiento del derecho fundamental a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías (Art. 24.2 CE, Art. 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, Art. 9.3 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos).

Intentaré resumir aquí las principales líneas doctrinarias de esta sentencia.

Los fundamentos jurídicos exponen la cuestión del siguiente modo:«El problema aquí y ahora planteado consiste, pues, en determinar si en este caso el órgano de apelación podía proceder a revisar y corregir la valoración y ponderación que el órgano judicial de instancia había efectuado de las declaraciones de los acusados, sin verse limitado por los principios de inmediación y contradicción. O formulado en términos de más directa constitucionalidad, la cuestión es si en el contenido del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías (art. 24.2 CE), entre las que se integra la exigencia de inmediación y contradicción, puede encontrarse un límite para la revisión de la valoración de la prueba por el órgano llamado a decidir el recurso de apelación, y si tal posible límite se ha respetado en este caso».

A continuación y marcando una clara diferencia con el lamentable pronunciamiento de la Corte de Justicia de Salta sobre el mismo asunto (que, como se recordará, no vio ni sombra de inconstitucionalidad en las gravísimas arbitrariedades del Tribunal de Impugnación), la sentencia que comentamos dice: «Para la solución de tal problema constitucional no basta sólo con que en la apelación el órgano 'ad quem' haya respetado la literalidad del art. 795 LECrim, en el que se regula el recurso de apelación en el procedimiento abreviado, sino que es necesario en todo caso partir de una interpretación de dicho precepto conforme con la Constitución, hasta donde su sentido literal lo permita (y dejando aparte en caso contrario la posibilidad de planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad) para dar entrada en él a las exigencias del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías».

El siguiente párrafo pone de manifiesto, sin esfuerzo, el parecido del caso decidido por el Tribunal Constitucional español y el proceso ventilado en Salta: «Circunscribiendo el problema constitucional al caso, se debe destacar, como elemento clave de caracterización del mismo, que nos hallamos ante una Sentencia absolutoria en la primera instancia, que es revocada en la apelación y sustituida por una Sentencia condenatoria, y que es recurrida en amparo por los condenados en la apelación».

La STC 167/2002 establece perfectamente la ruptura de la línea doctrinal anterior, que no admitía la vulneración del derecho constitucional del artículo 24.2 de la Constitución Española en estos casos, y señala como punto de inflexión a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 26 de mayo de 1988, pronunciada en el caso Ekbatani.

Este importante precedente europeo fue el motivo por el que el Tribunal Constitucional español dictó el Auto 220/1999, de 20 de septiembre, en el que por primera vez (aunque en este caso se desestimó el amparo) se tuvo en cuenta el contenido nuclear del artículo 6.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, en estos términos: «la garantía procesal, al respecto contenida en el art. 6.1 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, "afecta al sistema legal de recurso establecido cuando hay, como sucede entre nosotros, más de una instancia y en la apelación se pueden ver de nuevo todas las cuestiones", si bien inadmitió en ese caso la demanda de amparo porque la condena de los actores en la segunda instancia, tras haber sido absueltos en la primera, la dedujo el Tribunal ad quem "de la valoración de la prueba documental y no de otras pruebas, testificales o periciales, que exijan inmediación y oralidad"».

Es sabido que la doctrina del caso Ekbatani se consolidó posteriormente con las sentencias del TEDH de 8 de febrero de 2000 -caso Cooke contra Austria y caso Stefanelli contra San Marino-; de 27 de junio de 2000 -caso Constantinescu contra Rumania- y de 25 de julio de 2000 -caso Tierce y otros contra San Marino, cuya lectura recomiendo vivamente a quienes estén interesados en este tema.

En otro párrafo de su sentencia del año 2002, el TC español dice: «el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tiene declarado, con carácter general, que el proceso penal constituye un todo, y que la protección que dispensa el mencionado precepto no termina con el fallo en la primera instancia, de modo que el Estado que organiza Tribunales de apelación tiene el deber de asegurar a los justiciables, a este respecto, las garantías fundamentales del art. 6.1 CEDH. Más concretamente, en relación con la cuestión que ahora nos ocupa, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha señalado que la noción de proceso justo o equitativo implica, en principio, la facultad del acusado de estar presente y ser oído personalmente en la primera instancia, dependiendo la exigencia de esta garantía en la fase de apelación de las peculiaridades del procedimiento considerado, para lo que es necesario examinar éste en su conjunto de acuerdo con el orden jurídico interno, el papel que ha de desempeñar la jurisdicción de apelación y la manera en la que los intereses del demandante fueron realmente expuestos y protegidos ante el Tribunal a la vista de las cuestiones que éste tiene que juzgar. Así pues, respecto a la exigencia de aquella garantía en la apelación, debe determinarse si, en atención a las circunstancias del caso, las particularidades del procedimiento nacional, examinado éste en su conjunto, justifican una excepción en la segunda o tercera instancia al principio de audiencia pública (SSTEDH de 26 de mayo de 1988 -caso Ekbatani contra Suecia, §§ 24 y 27-; 29 de octubre de 1991 -caso Helmers contra Suecia, §§ 31 y 32-; 27 de junio de 2000 -caso Constantinescu contra Rumanía, § 53)».

Y añade: «No se puede concluir, por lo tanto, que como consecuencia de que un Tribunal de apelación esté investido de plenitud de jurisdicción, tal circunstancia ha de implicar siempre, en aplicación del art. 6 del Convenio, el derecho a una audiencia pública en segunda instancia, independientemente de la naturaleza de las cuestiones a juzgar. La publicidad, ha declarado en este sentido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, constituye ciertamente uno de los medios para preservar la confianza en los Tribunales; pero desde otras consideraciones, también el derecho a un juicio en plazo razonable y la necesidad de conferir un tratamiento rápido a los asuntos han de tenerse en cuenta para determinar si los debates públicos son necesarios después del proceso en primera instancia. De modo que la ausencia o falta de una vista o debates públicos en segunda o tercera instancia puede justificarse por las características del procedimiento de que se trate, con tal que se hayan celebrado en la primera instancia. Así lo ha admitido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos respecto a los procedimientos para autorizar la interposición de la apelación o consagrados exclusivamente a cuestiones de Derecho y no a las de hecho, en relación con los cuales ha señalado que se cumplirán los requisitos del art. 6.1 del Convenio aunque el Tribunal de apelación o casación no haya dado al recurrente la facultad de ser oído personalmente (SSTEDH de 26 de mayo de 1988 -caso Ekbatani contra Suecia, § 32-; 29 de octubre de 1991 -caso Helmers contra Suecia, § 36-; 29 de octubre de 1991 -caso Jan-Äke Anderson contra Suecia, § 27-; 29 de octubre de 1991 -caso Fejde contra Suecia, § 31-; 22 de febrero de 1996 -caso Bulut contra Austria, §§ 40 y 41-; 8 de febrero de 2000 -caso Cooke contra Austria, § 35-; 27 de junio de 2000 -caso Constantinescu contra Rumania, §§ 54 y 55-; 25 de julio de 2000 -caso Tierce y otros contra San Marino, §§ 94 y 95)».

Sentado los principios anteriores, la parte más importante de la sentencia, la que pone de manifiesto en todo su esplendor la supremacía de los derechos fundamentales sobre la teórica «soberanía» judicial, es la siguiente: «Sin embargo, cuando el Tribunal de apelación ha de conocer tanto de cuestiones de hecho como de Derecho, y en especial cuando ha de estudiar en su conjunto la culpabilidad o inocencia del acusado, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha entendido que la apelación no se puede resolver en un proceso justo sin un examen directo y personal del acusado que niegue haber cometido la infracción considerada punible, de modo que en tales casos el nuevo examen por el Tribunal de apelación de la declaración de culpabilidad del acusado exige una nueva y total audiencia en presencia del acusado y los demás interesados o partes adversas (SSTEDH de 26 de mayo de 1988 -caso Ekbatani contra Suecia, § 32-; 29 de octubre de 1991 -caso Helmers contra Suecia, §§ 36, 37 y 39-; 29 de octubre de 1991 -caso Jan-Äke Andersson contra Suecia, § 28-; 29 de octubre de 1991 - caso Fejde contra Suecia, § 32 - El énfasis y el subrayado son nuestros). En este sentido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado más recientemente en su Sentencia de 27 de junio de 2000 -caso Constantinescu contra Rumania, §§ 54 y 55, 58 y 59- que cuando la instancia de apelación está llamada a conocer de un asunto en sus aspectos de hecho y de Derecho y a estudiar en su conjunto la cuestión de la culpabilidad o inocencia del acusado, no puede, por motivos de equidad del proceso, decidir esas cuestiones sin la apreciación de los testimonios presentados en persona por el propio acusado que sostiene que no ha cometido la acción considerada infracción penal, precisando en ese supuesto que, tras el pronunciamiento absolutorio en primera instancia, el acusado debía ser oído por el Tribunal de apelación especialmente, habida cuenta de que fue el primero en condenarle en el marco de un procedimiento dirigido a resolver sobre una acusación en materia penal. Doctrina que reitera en la Sentencia de 25 de junio de 2000 -caso Tierce y otros contra San Marino, §§ 94, 95 y 96-, en la que excluye que la ausencia de hechos nuevos sea suficiente para justificar la excepción a la necesidad de debates públicos en apelación en presencia del acusado, debiendo tenerse en cuenta ante todo la naturaleza de las cuestiones sometidas al Juez de apelación».

La claridad de la redacción de la sentencia del Constitucional español, de la que fue ponente un magistrado de gran experiencia como D. Vicente Conde Martín de Hijas, exime de mayores comentarios.

Sin embargo, considero que no estaría demás subrayar aquí y ahora, a modo de conclusión, que, ateniéndonos a la circunstancia del caso salteño, y en línea con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (que en esta materia es pácticamente igual a la de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), debe considerarse que aquel ciudadano que en febrero de 2016 fue condenado a prisión perpetua en Salta, después de haber sido absuelto en juicio público, es víctima de una injusticia mayúscula, pues se debe considerar que el Estado salteño ha vulnerado su derecho a un proceso con todas las garantías, al haber procedido el Tribunal de Impugnación a revisar y corregir la valoración y ponderación que la Sala II del Tribunal de Juicio de Salta había efectuado de las pruebas periciales opuestas practicadas en los autos, sin respetar en lo más mínimo los principios de inmediación y contradicción, y por no haberle dado al condenado -que mantiene firmemente su inocencia- la oportunidad de ser escuchado de viva voz ante el tribunal que lo condenó por primera vez.

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