La política pasional ha acabado con las personalidades independientes en Salta

  • La libertad y la justicia, así como la igualdad, son valores que conforman la base fundamental de nuestra organización política, pero aunque están recogidos expresamente en nuestra Constitución, no son únicamente valores 'constitucionales', y su existencia es anterior a la elección de la democracia como sistema político.
  • No es bueno democratizarlo todo

Hace algunos días atrás, tuve ocasión de publicar en estas mismas páginas un comentario al estupendo artículo de Daniel Innerarity titulado Completar la democracia, en el que el autor defiende con impecables argumentos la necesidad de rescatar la importancia y reforzar la imparcialidad de ciertas instituciones del Estado que, a su juicio, no deben estar sujetas a periódicas rendiciones de cuentas ante los votantes o ante sus representantes electos.


En un párrafo de este artículo, Innerarity dice que «en todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del 'demos' y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos».

El autor, sin embargo, no nos dice expresamente cuáles son estos valores o bienes públicos, y se limita a mencionar, de un modo bastante genérico, a la imparcialidad y a «determinado bien común», valores a los que considera al margen, o incluso por encima, de los electores actuales.

La 'victoria'

Podemos llenar este aparente vacío fijándonos con cierto detenimiento en lo que está sucediendo con la democracia en Salta. En el empobrecido juego político de nuestra Provincia podemos apreciar con una inmejorable claridad a lo que se refiere el autor; especialmente cuando habla de la existencia de esas instituciones que encarnan ciertos valores que no pueden ser expuestos o sometidos a las tensiones electorales y a las políticas de coyuntura. En Salta, en general, este tipo de políticas afectan de un modo singularmente intenso a todas las instituciones del Estado, distinguir su naturaleza o finalidad, pues el objetivo de todos quienes participan en la política es el de alcanzar «la victoria».

Pero definitivamente no es «la victoria» sino la convivencia lo que justifica la existencia de la organización estatal y la política misma. Nuestro sistema político, en nombre de la democracia, está poniendo en serio riesgo la solidez de algunas instituciones clave que debemos preservar y de las cuales depende nuestra propia existencia como grupo políticamente organizado.

«La victoria», entendida como el triunfo en unas elecciones, parece haberse convertido en Salta en la única razón de ser de muchas personas y muchas organizaciones que giran alrededor de la política, o que, para ser más precisos, viven de la política y contribuyen decisivamente a su degradación.

Hace no muchos años, el presidente José Mujica, señaló con encomiable acierto que los que él llama «locos sueltos» han reemplazado de hecho a los partidos como protagonistas excluyentes de la política y que este fenómeno -que acarrea inevitablemente el debilitamiento o la desaparición de los partidos- es sumamente negativo para la democracia, en la medida en que nuestro régimen de convivencia necesita de la deliberación paciente y pausada de los partidos como se necesita el oxígeno del aire para poder respirar. Una construcción «trabajosa», como él ha definido.

Esto es precisamente lo que sucede en Salta, en donde los «locos sueltos» han adoptado el nombre de «espacios» y donde la deliberación pausada y paciente de que hablaba Mujica ha sido sustituida por el apetito inmediato del aplastamiento electoral del adversario y, en lo posible, de su desaparición de la escena pública.

En estas condiciones -sin una oposición definida y con «espacios» tan móviles como amorfos- resulta imposible conceder prioridad a aquellos valores intangibles y permanentes que sostienen la arquitectura estatal y que, por hacerlo, no debieran estar sometidos a las disputas electorales y los controles políticos, sea de mayorías o de minorías.

Libertad y justicia

Quisiera detenerme en este punto y afirmar con firme convicción que los valores de libertad y de justicia -base fundamental de nuestra organización política-, con ser valores recogidos expresamente en nuestra Constitución, no son única o exclusivamente valores «constitucionales». Y que, en consecuencia, el aseguramiento de su vigencia y su protección no debe ser confiado exclusivamente al órgano constitucional encargado de la interpretación final de la norma fundamental. La libertad y la justicia se encuentran en todo caso a un nivel superior al de la propia Constitución y por tanto vinculan a toda la sociedad; no solo a los poderes públicos.

La comprobada existencia de estos valores, que sobresalen entre las demás finalidades de la organización estatal, obliga necesariamente a que ciertos órganos del Estado deban defenderlos con la imparcialidad, la neutralidad y la permanencia que requieren para que no se extingan, sean deformados o manipulados por el poder coyuntural. No podemos olvidar en ningún momento que la opción por la democracia (the majority rule) formulada por nuestra Constitución es lógicamente posterior a la elección de la libertad y de la justicia como principios fundantes de nuestra organización política.

De allí que la democracia y sus mecanismos (a veces un poco sórdidos) no deban influir en la configuración intrínseca de estos valores. Y de allí también que aquellos órganos imparciales de los que habla Innerarity deban estar conformados, en casi la totalidad de los casos, por personalidades independientes, de reconocida trayectoria, capacidad y solvencia, elegidos por el más amplio consenso posible y sin posibilidad alguna de que el inquilino transitorio del poder pueda meterles mano; ni siquiera en nombre de la democracia. Es decir, jamás en nombre del pueblo o de sus intereses.

Decía también en aquellas tempranas reflexiones que entre estos órganos independientes e imparciales no se debe contar a la Corte de Justicia de Salta; por muchos motivos, entre los que sobresalen su innegable naturaleza política y las amplísimas facultades de gobierno que la Constitución y las leyes le reconocen sobre uno de los poderes del Estado (el más vulnerable de todos ellos).

Pero en ese conjunto hay que incluir definitivamente a instituciones como la auditoría general de la Provincia, el tribunal de enjuiciamiento de magistrados, el órgano rector de la administración electoral, los tribunales de cuentas o el consejo económico y social (para mencionar a órganos existentes); a los que habría que agregar, en caso de que existiesen, el consejo de Estado, los consejos consultivos territoriales o los consejos de seguridad, por solo mencionar a algunos órganos que no tienen por qué ser democráticos en el sentido que usualmente asignamos a esta palabra.

El peligro de la democracia total

«Democratizar» todo es una aspiración de la mayoría, sobre todo cuando quienes van a llenar los asientos son miembros de la propia mayoría, o de las minorías asociadas, como sucede actualmente en Salta. Aunque la participación de las minorías políticas en los órganos de control es deseable y, de algún modo se puede considerar que es «lo menos malo», lo óptimo sería que aquellos órganos se libraran de tener que depender de la relación de fuerzas electorales. Más aún, teniendo en cuenta la pésima costumbre que tenemos los salteños de quemar los archivos y borrar los discos duros cuando sucede un cambio en la titularidad del poder. Para asegurar la independencia real de estas instituciones y para evitar que se conviertan en pequeñas oligarquías con sesgo corporativo hay mecanismos legales suficientes, que hasta ahora no hemos sido capaces de explorar; por falta de interés o por exceso de este.

Condición sine qua non para que esto sea posible es que existan en Salta personalidades independientes con la suficiente solvencia técnica como para ocupar con provecho y garantías este tipo de cargos. Pero en una sociedad compuesta casi totalmente por individuos «embanderados» (repárese en el daño que ha provocado el desembarco de los periodistas en la política) será difícil encontrar entre nosotros a las personas adecuadas.

Pero si queremos salvar a la democracia y asegurar que nuestros hijos y nietos no se saquen los ojos por un cargo de concejal el día de mañana será preciso enseñar los límites éticos y cívicos de la «militancia» y comenzar a considerar la independencia de las personas -hoy denostada- como un valor y como una garantía para una democracia sólida, duradera y sostenible.

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