La Constitución es un espíritu, las instituciones una práctica

  • Mientras no seamos capaces de encontrar las razones que hacen cada vez más difícil la coexistencia de la Constitución con unas instituciones que favorecen la concentración y la discrecionalidad del poder, cualquier intento de reformar la norma fundamental será ilegítimo.
  • Reforma de la Constitución de Salta
mt_nothumb
El 31 de enero de 1964, durante una recordada conferencia de prensa, el general De Gaulle respondió a una pregunta sobre el rol de las instituciones en la Vª República con la siguiente frase: «La Constitución es un espíritu, las instituciones una práctica».

Aunque De Gaulle hablaba sobre los desafíos políticos y de otra índole que había tenido que enfrentar su país en el pasado reciente -especialmente sobre la guerra de Argelia- la frase ha pasado a la historia como una distinción brillante entre el rol de la Constitución y el de las instituciones de la república.

En Salta, y en algunos sitios con un nivel de cultura política similar, la confusión (o identificación) entre la Constitución y las instituciones es prácticamente total. Cuando las segundas no funcionan o funcionan mal, antes de mirar a los hombres que desempeñan los cargos públicos y de explorar las vías de reforma para que las instituciones dejen de servir con tanta fidelidad a los intereses particulares, las miradas se dirigen a la Constitución, a la que se suele culpar de todos los males.

Pero si en nuestra Provincia, entre todos, hemos creado un sistema en el que el poder es un objeto discrecional en mano de las parcialidades, todas ellas caracterizadas por su ineptitud para ocuparse de los asuntos públicos, antes que lanzarse deseperadamente a reformar la Constitución hay que estudiar en profundidad y con el debido sosiego las razones por las que el espíritu constitucional se ha separado tan sensiblemente de la práctica institucional.

Mientras no seamos capaces de encontrar las razones que hacen cada vez más difícil la coexistencia de la Constitución con unas instituciones que favorecen la concentración y la discrecionalidad del poder, cualquier intento de reformar la norma fundamental será ilegítimo.

Las reformas constitucionales son como operaciones a corazón abierto. No son fáciles de hacer, no son baratas y cualquier error en el procedimiento puede tener resultados irreversibles.

Ahora que si queremos que la reforma constitucional fracase y que los salteños vivan en los próximos veinte o cincuenta años bajo la autoridad de unas instituciones poco eficientes, nada transparentes y totalmente impopulares, señalaré a continuación cinco puntos fundamentales capaces de asegurar aquel fracaso:

1. Que la necesidad de la reforma constitucional sea decidida por dos tipos.

2. Que en el proceso de reforma participen solamente los partidos políticos, sus líderes o apoderados.

3. Que el la elaboración del texto intervengan exclusivamente los abogados.

4. Que el proceso sea controlado y tutelado por el gobierno.

5. Que la reforma se limite al estatuto del poder e ignore el estatuto de las libertades.

En Salta están todas las cartas dispuestas sobre la mesa para suceda todo lo anterior, sin que quepa albergar la esperanza de que surjan -al menos en el corto plazo- voces críticas que exijan una reforma que no sea controlada por las pequeñas oligarquías partidarias.

Pero la gente común sigue identificando a las leyes con el gobierno, y lo mismo hace con la Constitución. Se trata de un error, en ambos casos; porque las leyes -lejos de ser productos del gobierno- son la herramienta de que disponemos los ciudadanos precisamente para sujetar al gobierno y evitar que su apetito de poder acabe arrinconando nuestras libertades. La Constitución tampoco es un instrumento del gobierno (ni de partido), por lo que ninguno de estos actores, ni a título individual, ni conjuntamente, pueden apropiarse de ella y menos de la necesidad de su reforma.

La reforma de la Constitución es un asunto que excede también al Poder Legislativo. Los representantes electos no tienen mandato para reformar la norma fundamental ni para tutelar un proceso que debería, cada vez más, estar sometido a mecanismos de democracia directa o semidirecta. La sociedad salteña está madura para ser consultada, una o cien veces, sobre determinadas regulaciones constitucionales. Renunciar a hacerlo pondría de manifiesto una injustificada desconfianza de los políticos en los ciudadanos.

En el estado actual del desarrollo de las comunicaciones y con el nivel de educación de nuestros conciudadanos, la propia declaración de necesidad de la reforma constitucional debería estar precedida de la celebración de un referéndum vinculante que confiriera un claro mandato al legislador ordinario en orden a poner en marcha el procedimiento de reforma previsto en la propia Constitución.

¿El gobierno y los partidos? Pues tendrán la oportunidad de expresarse y participar en cada referéndum que se convoque, en igualdad de condiciones con los ciudadanos y con las organizaciones libres de la sociedad civil. Visto está que si dejamos en manos del gobierno y de los dirigentes partidarios algo tan importante como nuestra Constitución, lo único que nos aseguraremos es profundizar el divorcio entre el «espíritu» y la «práctica».