
No solo la política ha involucionado en nuestra Provincia. Al mismo ritmo que marca su deterioro, las campañas proselitistas son cada vez más planas, menos imaginativas, carentes en absoluto de matices distintivos entre unos y otros candidatos, y peligrosamente próximas al populismo más dañino.
Cada vez que se acercan las elecciones, la mayoría de los políticos salteños experimenta una suerte de complejo de ilegitimidad, que les impulsa a salir a los barrios, como si en ellos la política se purificara.
Ensuciar los zapatos en los arrabales se ha convertido en una suerte de ritual que poco tiene que envidiar a los cultos a la Pachamama, con los cuales -dicho sea de paso- tienen un punto en común: la reverencia a la Madre Tierra, que tan pronto reparte bienes como se pega en los calzados más finos y elegantes.
Pero desde hace algún tiempo ya no solo se trata de caminar por los barrios, saludando a los residentes desde la calle en una marcha que se parece mucho a un desfile de comparsa solo que sin plumas, sino que la moda más actual consiste en escuchar a los vecinos; esto es, empaparse de sus necesidades, conocer de primera mano sus carencias y hacer el paripé de preocuparse por sus ilusiones.
¡Ay señor Posadas! Vea usted que me hacen falta cuarenta y cinco bloques para poder terminar la pared del baño; o ¿Sabe usted señor Durand Cornejo? Mi hijita se me está haciendo grande y necesita tampones.
A medida que los vecinos y vecinas van desgranando el catálogo de sus penas y miserias, un prolijo amanuense va anotando en un iPad los datos personales y las necesidades asociadas del quejoso, no antes, por supuesto, de que el candidato le pase su mano por el hombro y le prometa un futuro venturoso a cambio de su voto, tal como hizo en 1976 (antes del golpe de Estado) el hoy vicegobernador Marocco, que sin tener competencias y menos aún dinero, becó a los siete hijos de una peluquera en La Merced. Aquellas fantasiosas becas no pudieron hacerse efectivas, no por culpa de Videla, sino porque Marocco se dejó olvidada la agenda en la peluquería y jamás pudo recuperarla, pues, cuando quiso acordarse, ya las tanquetas del coronel Mulhall se habían adueñado de las calles de La Merced.
Casi nada ha cambiado de 1976 a esta parte. Hace 45 años Marocco era un junior, pero sus costumbres preelectorales apenas si han evolucionado.
El hecho de que políticos de primera línea salgan disparados a los barrios, como si alguien les hubiera puesto un cohete en el trasero, habla de la precaria y disfuncional organización de nuestra sociedad.
Los vecinos demandan con insistencia la presencia de los políticos en sus barrios, lo que está muy bien, por supuesto. Pero bastaría para satisfacer esta inquietud enviar allí a políticos de nivel barrial y no al mismísimo Secretario General de la Gobernación.
Si esto actualmente sucede de este modo solo puede ser por dos razones: una, el complejo de ilegitimidad del que hablábamos antes, y otra, la práctica del populismo más desembozado, que deriva en una especie de obsesión por hacerse conocer.
Un barrio con una buena organización social crea instituciones y líderes con capacidad de interlocución con los políticos. La política, a su vez, tiene diferentes niveles de decisión y espacios de influencia, de modo que para satisfacer las necesidades puntuales de los vecinos de los barrios no es necesario enviar a los candidatos de primera línea a los lugares más pobres y desasistidos. Esto supone un dispendio de tiempo y de dinero, sobre todo cuando se trata del Secretario General de la Gobernación o de un funcionario de similar rango, que podrían dar mejores soluciones políticas a los barrios desde sus despachos y no desfogándose en caminatas inútiles y demagógicas.
Dicho en términos más sencillos: los políticos de cierto nivel trabajan mejor (son más eficientes y productivos) en sus gabinetes y en sus despachos, en donde pueden leer (libros y papers) y desde donde pueden acceder a la información, a las personas, a las instituciones y a los recursos que normalmente se necesitan para elaborar sus propuestas y organizar las soluciones que los ciudadanos demandan.
El contacto de los altos políticos con lo que históricamente se ha denominado las bases siempre se ha conseguido a través de los mítines y de los medios de comunicación (ahora también a través de las redes sociales). Los ciudadanos (aunque lo demanden) no necesitan el contacto directo (el beso, el abrazo, la promesa) con el político de turno, porque esta es la peor forma de evaluar al candidato.
Al contrario, la mejor forma de saber de qué pie cojea cada uno es escuchar sus discursos, comparar sus trayectorias y saber si son capaces de cumplir con lo que prometen. Arañar votos en un barrio es práctico, pero es muy poco democrático y, sobre todo, muy costoso. Solo los que tienen mucho dinero para dilapidar en una campaña se pueden dar el lujo de salir a los barrios y contactar uno a uno a sus residentes. Las campañas capilares y el contacto personalizado elector a elector son la negación de la política misma, en la medida en que ponen de manifiesto las diferencias sociales entre unos y otros, y también son un insulto a la capacidad de abstracción y generalidad de la actividad política.
En resumen, que cuando la política mal diseñada desembarca en los barrios mal organizados y peor vertebrados, se produce una ciclogénesis explosiva ideal para el cultivo populismo, para la generación de malos candidatos y para la elección de gobiernos deficientes.
Nadie en su sano juicio debería votar a un político o a una política que prometa dejarse los zapatos en los barrios. Es lo peor que pueden ofrecernos.