¿Existe realmente el riesgo de que el gobierno de Salta se convierta en una dictadura?

  • En una muy reciente entrevista concedida a una radio de la ciudad de Salta, la exsenadora nacional por Salta Sonia Escudero ha advertido a sus comprovincianos de que 'la estrategia electoral del gobierno provincial puede acercarnos a una dictadura'.
  • Desde dónde partimos

La sensatez de esta advertencia tropieza sin embargo con un problema de orden lógico: Si pensáramos que estamos más o menos «cerca» de una dictadura, estaríamos admitiendo al mismo tiempo que vivimos en la actualidad bajo un régimen democrático, quizá no tan pleno, quizá propenso a degenerar, pero democrático al fin y al cabo.


Sin descartar lo primero (es decir, que se produzca una evolución aún más peyorativa de nuestro ya de por sí precario sistema de libertades y de convivencia), creo que el juicio subyacente (el de la existencia de una verdadera democracia en Salta) puede y debe ser objeto de serios reparos.

Han transcurrido ya casi tres décadas desde que autores como Robert DAHL, Norberto BOBBIO o David HELD dedicaran sus mejores esfuerzos intelectuales a teorizar sobre las modernas democracias. De ellos hemos aprendido, fundamentalmente, a distinguir los regímenes democráticos de su contrafigura: las dictaduras.

Pero nos engañaríamos a nosotros mismos si pensáramos que solo los demócratas lo hemos aprendido. También lo han hecho los dictadores, pues la evolución de los gobiernos demuestra que ellos han tomado muy buena nota de lo que ocurre en el vasto y fértil terreno de la teoría democrática. La primera lección, traducida en resultados prácticos, se puede esquematizar del siguiente modo: en los tiempos en que vivimos, las dictaduras que nos oprimen se parecen muy poco a los totalitarismos de comienzos del siglo XX.

En la actualidad, muchos regímenes cerradamente autoritarios y autocráticos, muchas dictaduras en sentido estricto, se esfuerzan por parecerse cada vez más a las democracias, sin renunciar en absoluto a sus planes de control y asfixia del pensamiento libre y de opresión sobre el disenso político. Muchas veces lo consiguen incorporando al régimen algunos de los elementos identificados por los grandes teóricos de la democracia para caracterizar esta forma de gobierno, como la teórica libertad de prensa, que algunas dictaduras dicen respetar por el solo hecho de que no se animan a abolirla cuando en las sombras trabajan activamente por controlar la información en su propio beneficio a base de sobornos y de censuras.

Las dictaduras modernas ya no se basan exclusivamente en el terror y la intimidación a los opositores del régimen o en el adoctrinamiento masivo e intensivo. En un mundo dominado por la comunicación global y el avance de sofisticadas tecnologías, ya no parece ni necesario ni aconsejable mantener el poder en base a sangre y miedo, ni en apelaciones patrióticas al bien común. Ello ha dado pie a que en las últimas décadas hayan emergido formas de gobierno autoritario menos carnívoras, con una capacidad bastante desarrollada para adaptarse a los nuevos escenarios y sacar provecho de ellos.

Aunque se trata de una categoría teórica que todavía requiere de un mayor desarrollo, la idea de la existencia de «regímenes iliberales» sirve para ilustrar la emergencia de esta nueva forma de dominación que nos aleja cada vez más del disfrute pleno de nuestras libertades. Estos «regímenes iliberales» se las han ingeniado para consolidar su poder sin aislar a sus países o a sus territorios de la economía mundial y sin recurrir a las matanzas masivas como ocurría hace un siglo atrás.

Los nuevos dictadores nos demuestran que son capaces de resistir de un modo admirable la tentación de inagurar «nuevos órdenes». Los líderes de estos regímenes iliberales intentan simular democracia, ya sea convocando elecciones periódicas que de antemano se aseguran que van a ganar, ya sea reemplazando el adoctrinamiento ideológico de antaño con una especie de resentimiento amorfo hacia lo que despectivamente llaman «democracias liberales» o «regímenes demoliberales».

Como sucede por ejemplo en Salta, sus líderes disfrutan de una popularidad genuina, que, sin embargo, no alcanzan sino después de eliminar de la escena política a sus posibles rivales. También se han inventado una especie de «legitimidad de desempeño» que a menudo se obtiene mediante la difusión de las obras públicas que consiguen erigir, de modo que los gobernados puedan -previa manipulación informativa- percibir en el líder (o en el grupo gobernante) una especial competencia para asegurar la prosperidad y la defensa de los intereses locales frente a amenazas externas o internas.

Es quizá por esta razón que la nueva propaganda estatal ya no tiene por objetivo rediseñar de arriba a abajo las almas humanas, reformar a los díscolos o volver a esculpir el «espíritu de la nación», sino aumentar hasta traspasar los límites razonables las cualidades personales del líder, que es necesario mantener en lo más alto en todo momento.

En este tipo de regímenes, los opositores políticos son acosados ​​y humillados, acusados ​​de crímenes fabricados y alentados a emigrar. Cuando -como en el caso de Salta- se les permite vivir en el territorio, se les exige (mediante el empleo de técnicas disuasorias muy efectivas) una capitulación total. Ya no es necesario utilizar la violencia desembozada, puesto que, para los nuevos dictadores, mantener el poder ya no es tanto cuestión de aterrorizar a las víctimas como de manipular eficazmente las creencias sobre el mundo y de convencer a los ciudadanos de las especiales cualidades y competencias del líder para gobernar en ciclos muy largos.

Otra de las notas características de los modernos regímenes dictatoriales es lo que podríamos llamar la obsesión por la información. No en vano, en Salta por ejemplo, el lugar que antes ocupaban los grandes estrategas políticos está siendo ocupado por operadores de poca monta que presumen de conocimientos en comunicación y para quienes la adicción a la información es tan preocupante como la adicción a las drogas.

Junto a la operación sobre la información que emiten los medios de comunicación supuestamente «libres», el gobierno se encarga de reformar los contenidos educativos para hacerlos «más patrióticos». Fácilmente podemos vincular esta característica de los regímenes iliberales con esa grave deformación de nuestra psicología colectiva que en Salta se conoce como «el culto a Güemes»; una obsesión del poder que tiene por objeto no solamente que los niños que asisten a las escuelas forjen en sus mentes la idea de un prócer con características cuasidivinas («Güemes es un señor que dio la vida por nosotros») sino que también identifique clara y directamente al superhéroe con el líder político de turno y con su discurso patriótico.

La propaganda gubernamental en los regímenes iliberales (o dictaduras de baja intensidad) está también orientada a hacer creíble el discurso del gobierno sobre los malos resultados económicos, que incluye generalmente la fabricación de argumentos localistas para trasladar hacia afuera las culpas del estancamiento, de la pobreza o de la baja productividad. Por supuesto que una estrategia como esta puede ser muy costosa para los ciudadanos del país, pero aun así parece racional para el dictador si el beneficio de la propaganda lo justifica.

En este tipo de gobiernos no democráticos, el recurso al empleo de la fuerza se encuentra siempre en un segundo plano. Antes que la fuerza bruta -un recurso que en Salta está ahora en manos de los fiscales penales (especialistas en el arte del lawfare) y no de la Policía- se prefiere siempre la cooptación, la censura y la propaganda, pues su empleo inteligente permite a los gobiernos prescindir del uso de la coerción directa, descartarla si acaso como recurso primario.

Por supuesto que en cualquier momento todo puede evolucionar a peor. Hasta las democracias más saludables están expuestas a la degeneración. Pero, cuando en los regímenes iliberales el equilibrio que permite a los nuevos dictadores mantenerse en el poder aparece como un objetivo difícil de alcanzar, el recurso a la fuerza directa siempre estará sobre la mesa, aun sin necesidad de que el líder o el grupo gobernante baraje la posibilidad del exterminio calculado de los opositores.

Pero tenemos que darnos cuenta de que, en algunas sociedades (como la salteña, por ejemplo) todas estas capas de autoritarismo se encuentran perfectamente disimuladas detrás de una maraña de instituciones en apariencia democráticas (como las legislaturas, los tribunales de justicia o las elecciones periódicas) y que denunciar el carácter dictatorial de un gobierno cuando este se empeña (por puras necesidades de imagen) en afirmar su carácter democrático, puede llegar a ser sumamente peligroso.

Coincido con la doctora Escudero en que la estrategia electoral que despliega el gobierno provincial de Salta puede empeorar nuestra convivencia a corto plazo y hacer mucho más penoso el ejercicio de nuestras libertades. Pero también tengo que decir que si algo como eso ocurre, el trecho a recorrer será bastante corto; es decir que, si la involución se produce, en todo caso lo que veremos será un agravamiento, una profundización de los rasgos autoritarios, autocráticos y dictatoriales de un gobierno que basa exclusivamente su supervivencia en el egoísmo, y no el tránsito desde una democracia hacia una dictadura.