
Todo indica que la opinión de los señores jueces Martín Fernando Pérez, Pablo Farah, Pablo David Arancibia y Mónica Mukdsi, y de los señores fiscales Luján Sodero Calvet, Ramiro Ramos Ossorio y Pablo Rivero no ha sido consultada por la jueza Zunino, a la que el siempre obediente fiscal Juan Marcos Ezequiel Molinatti le «enroscó la yarará», con un lenguaje de sumariante que por momentos evoca la expresiva pluma de su jefe Cornejo.
Todos o casi todos los «protegidos» -excepto Cornejo- han sufrido escraches en sitios próximos a su lugar de trabajo, por parte de ciudadanos que están insatisfechos con su desempeño público en el pasado.
Pero no se trata de unos ciudadanos a los que les han denegado una posesión ventiañal o se les ha desconocido el crédito documentado en una letra de cambio, sino de un padre y una tía que llevan nueve años peregrinando por los tribunales para que se esclarezcan las circunstancias de la muerte violenta de su hija y sobrina. A estas víctimas dolientes, la jueza Zunino les ha impuesto una «perimetral» rigurosa, cual si fueran maltratadores o vulgares delincuentes, y les ha prohibido, de hecho (porque ninguna norma jurídica lo permite), comentar en las redes sociales sobre el buen o mal hacer de los «protegidos», consagrando así una suerte de rigurosa inmunidad o impermeabilidad a las legítimas críticas ciudadanas.
Se puede discutir hasta el infinito si los escraches son una metodología democrática o constituyen una forma particular de exceso en el ejercicio de la libertad de expresarse. Lo que no se puede discutir es que -cuando no hay violencia física ni ostentación de armas- el escrache jamás puede configurar un delito. Así lo han declarado sin hesitación los tribunales de justicia de diferentes países en los que este tipo extremo de protestas cívicas se han producido.
Sin delito a la vista, no hay medida cautelar que valga.
Pero para no penetrar en cuestiones jurídicas que a veces no son fácilmente comprensibles, nos preguntamos ¿qué sentirán los «protegidos» cuando ven que el Procurador General les cobija bajo un paraguas de acero y al mismo tiempo amenaza a los potenciales escrachadores con iniciarles un proceso penal por desobediencia judicial?
¿No hay entre los «protegidos» algún valiente o a alguna valiente dispuesto/a a poner la cara cuando les llueven chuzos de punta?
¿Qué ocurriría, por ejemplo, si el juez Farah dijera: «Yo me la banco. A mí me pagan para que aguante este tipo de cosas».
Tal vez sería de esperar que, en un acto de decencia cívica, los «protegidos» decidieran renunciar a la «perimetral» y decir: «No me siento amenazado por personas cuyo mayor poder ofensivo se concreta en decirme cuatro cosas desagradables a la cara y grabar con un teléfono celular cuando me las dicen».
Pero para Molinatti y para Zunino, los escrachadores «amenazan» a los «protegidos» y, al hacerlo, cruzan la frontera que separa el delito privado (que los fiscales que no pueden perseguir de oficio) del delito de acción pública. Algo había que inventarse, claro.
No dicen en ningún momento ni Molinatti ni Zunino con qué calamidad amenazan a los «protegidos»; se limitan a decir que «les anuncian un mal futuro».
Pero da la casualidad que, a nivel mundial, la jurisprudencia ha declarado de forma reiterada y unánime que el anuncio del ejercicio de un derecho propio (por ejemplo, el derecho de escrachar, el derecho de denunciar las injusticias o el de ejercer acciones judiciales) jamás puede ser entendido como una «amenaza».
Si el escrachador dice: «Voy a publicar comentarios negativos sobre ti en las redes sociales», tampoco hay una amenaza con relevancia penal, pues la publicación de estos comentarios está amparada (y deberá estarlo siempre) por el derecho fundamental a la libertad de expresión.
Incluso si los comentarios fuesen injuriosos, habrá que tener en cuenta que todos los «protegidos» son funcionarios públicos a sueldo del Estado y que tanto los escraches presenciales como las publicaciones en las redes se refieren invariablemente a hechos concernientes al ejercicio de sus cargos.
Habría que refrescar la memoria (a Cornejo, a Molinatti y a Zunino) y recordarles que en noviembre de 2009 el Congreso Nacional argentino sancionó la ley 26.551, que por supuesto no expulsó del Código Penal a los delitos de calumnias e injurias, pero eliminó la posibilidad de aplicar penas en casos de “interés público”. Y recordarles también que esta no fue una reforma magnánima del Congreso sino que fue de algún modo impuesta por la rotunda claridad de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el famoso “caso Kimel”.
Un fiscal o un juez que tiemblan no sirven
Lo peor de todo este asunto es que la paternalista medida cautelar adoptada por la jueza Zunino protege a señores y a señoras que ya no son niños, ni son incapaces ni están indefensos. Protege a personas con poder que quizá, en lo más profundo de su ser, atesoran el coraje suficiente para defenderse ellos mismos, con dignidad y sin muletas, de los ataques dialécticos que le son dirigidos.La forma indiscriminada en que el señor Abel Cornejo ha extendido sobre todos ellos una especie de sarcófago de Chernobyl da a entender que jueces y fiscales con un enorme poder no son nada más que muñecos con patas de trapo frente a una mujer armada solo con un teléfono celular.
¿Es ese tipo de jueces y fiscales el que necesitamos? ¿Los que se asustan al primer escrache y corren a refugiarse bajo los faldones del Procurador General? ¿O quizá lo que nos hace falta son fiscales y jueces con carácter y presencia de ánimo capaces de lidiar con asuntos como estos sin ver amenazas donde no las hay y que estén dispuestos a poner el cuerpo y los oídos frente a los que cuestionan la calidad de su trabajo?
¿Han oído hablar estos señores de los jueces sicilianos que trabajan sin descanso en condiciones auténticamente peligrosas por el extraordinario poder de las redes mafiosas? No se conoce que alguno de estos jueces, que viven bajo permanentes amenazas de muerte (muy verosímiles, además), haya ido de rodillas a pedir la protección de la Madonna.
¿Por qué en Salta para ser considerado «víctima» y ejercer como tal los perjudicados por un delito grave tienen que coincidir con los criterios mayestáticos del Procurador General? ¿Acaso se pierde el estatuto de víctima cuando alguien no aplaude a rabiar las ocurrencias del señor Cornejo? ¿Por qué el Ministerio Fiscal se empeña en convertir a las víctimas en delincuentes cuando no le bailan el agua?
La medida cautelar de la jueza Zunino, no solo la deja en un mal lugar a ella y al fiscal que la pidió (con reserva del expediente por diez días, nada menos), sino que proyecta densas sombras de falta de valor y de decencia cívica sobre un grupo de personas que quizá tengan estos dos atributos, pero que alguien -interesado en que no trasciendan- ha decidido que se los debe proteger como si sobre ellos pendiera la amenaza de un apocalipsis inminente.