Cuando un gobierno se descompone

  • El desgaste de un gobierno democrático debe ser valorado y tratado como una contingencia normal de la convivencia política.
  • Al mal tiempo buena cara

Los personalismos absorbentes y mesiánicos encarnados en los dos anteriores gobernadores han fomentado entre los salteños una cierta cultura reverencial hacia los «gobiernos fuertes».


La concentración del poder -antes que la eficiencia- era el objetivo que perseguían tanto los que gobernaban como los que desde fuera del gobierno todos los días cooperaban para que el mando tomara el lugar que en las sociedades medianamente sanas ocupan las soluciones.

Hoy, a solo 15 meses de su estreno, el gobierno provincial presidido por Gustavo Sáenz es un gobierno lento y fatigado, con pocos reflejos y bastante escaso en soluciones. Pero seguramente está lejos de ser un gobierno agotado y en retirada.

Más que un problema, esta coyuntura tan particular representa una oportunidad para la democracia en Salta: la oportunidad de desplazar a la acumulación personal de poder del centro de la escena política.

Sáenz tiene poca experiencia de gobierno pero mucha experiencia política. Esta última debiera de ser suficiente para inyectar al gobierno la dosis de vitalidad que ahora necesita, después de que la pobreza, la pandemia, la perfidia del puerto, algunas operías solemnes y las divisiones ideológicas se pusieran de acuerdo para ponerle al gobierno las cosas difíciles.

La descomposición de un gobierno no tiene por qué ser contemplada como una derrota. Cualquier gobernante más o menos inteligente sabe que su obligación es la de tener permanentemente trabajando entre bastidores a otros equipos que eventualmente pudieran sustituir a los desgastados por la exposición a los focos.

Pero en Salta no solo falta sinceridad sino también lealtad política y los equipos «suplentes», más que dedicarse a hacer su tarea, empeñan generalmente su tiempo en la conspiración, que ha sido y es el camino para deshacerse rápidamente de los equipos desbordados por la realidad, cuando no para acabar con el prestigio de las personas decentes.

Gustavo Sáenz, si quiere, tiene a mano la posibilidad de rediseñar de arriba a abajo su equipo de gobierno, de deshacer alianzas preexistentes y de hacer pie en sectores -hasta ahora excluidos- que disponen de mejores recursos humanos y técnicos (incluso, de mejor discurso) para ayudarle a gobernar.

En política hay que saber cuándo le llega a uno el momento de irse, pero en Salta nadie quiere reconocer que su momento ha llegado. Entre otros motivos porque muchas personas fuera de la política no sabrían cómo ganarse la vida.

Si es verdad que Gustavo Sáenz es partidario de lo que se podría llamar la renovación frecuente de las elites y es realmente enemigo -como dice- de la eternización en los cargos públicos, debiera comenzar por demostrar su sinceridad mandando a las duchas a los que ya han cumplido su papel en el gobierno y no dan ya más de sí.

No debería importar el sector del que provengan ni la filiación ideológica de quien ocupe su lugar. Solo si Gustavo Sáenz, íntimamente, desea emular a sus dos antecesores, optará por fortalecer su poder personal a costa de la eficiencia de su gobierno. Si, por el contrario, su intención es la de alumbrar soluciones eficaces y duraderas, deberá acostumbrarse a cambiar cada tanto de colaboradores, porque así como es malo que un Gobernador o un Intendente Municipal duren mucho tiempo en sus cargos, también es malo -y quizá aún peor- que el que dure mucho tiempo sea un ministro o un secretario de Estado.

La Casa de Gobierno se ha construido en Salta para que la gente entre y salga, no para que sus transitorios inquilinos se sientan dueños de ella y resistan en sus despachos como si fueran el general Moscardó en el Alcázar de Toledo. Y lo mejor que puede pasar en este tiempo tan revuelto en el que vivimos es que esas entradas y salidas sean cada vez más frecuentes, porque solo de ese modo el ciudadano común podrá vivir con la sensación (algunos con la esperanza) de que pueden ocupar un cargo de gobierno, sin sentirse culpables por entregar su alma a un proyecto de poder que siempre beneficia a otros.

Un político debe dar la high note e irse. La idea de dejar huella en la historia y de creerse la reencarnación vallista de Alejandro Magno es ya una idea anticuada, propia de caudillos iletrados como lo fueron Romero y Urtubey, quienes se empeñaron en escribir la historia sin darse cuenta de que lo importante no es escribirla sino ser capaz de explicarla.