
Efectivamente, al señor Abel Cornejo Castellanos no se le dará muy bien esa pedestre y siempre desagradable tarea de perseguir delincuentes y sacar a la luz sus fechorías, pero -para qué vamos a negarlo- de su prolífica y opinadora pluma de ganso han salido y siguen saliendo bellísimas piezas literarias, con reflexiones y opiniones sobre los más variados asuntos que conmueven el espíritu humano.
Es una pena que este poeta/filósofo, que cada tanto se empeña en encender las almas adormecidas de los vallistos más amigos del descanso y del placer que del esfuerzo, no acepte debatir con otros las opiniones que emite o las decisiones que adopta. Pero, ya se sabe, algunas personas nacen con el gen de la infalibilidad incrustado en su ADN y por eso no se les puede contradecir, al menos no sin provocarles una indignación considerable.
No es, desde luego, mi intención la de lanzar cascotes hacia el pedestal que soporta la insigne figura de nuestro polifacético fiscal general, pero he de decir que me he sentido un poco sacudido por uno de sus últimos opúsculos: el titulado El año que nos cambió para siempre, que, para que nos orientemos mejor, diré que se encuentra publicado en la sección Análisis y Reflexiones > Otros Análisis de su vibrante página web personal.
Lo que me ha dejado pasmado es la siguiente frase: «Ningún país del planeta, con diferentes alcances, dejó de sufrir una pandemia voraz y despiadada que arrinconó a la condición humana al borde del precipicio. Curiosamente, esta pandemia no diferenció en países desarrollados o emergentes; ni a países pobres de países ricos. Es más, en los países de mayor desarrollo la pandemia azotó con tal fiereza, que provocó estragos inimaginables. Y viene al caso aquel aforismo de que nadie viaja al otro mundo con las alforjas llenas. La opulencia no cura los males».
Me he tomado la libertad de resaltar en negrita lo que el poeta contemporáneo llama aforismo, sin mencionar en ningún momento en qué ciencia o arte tal sentencia ha sido propuesta como pauta.
Y es que vivo, desde hace más de treinta años, en un continente, en un país, de aquellos que el vate llama de «de mayor desarrollo». Tengo que decir que la afirmación tan ligera de que la pandemia provocó aquí «estragos inimaginables» es absurda, no solo porque tales estragos no se han producido en absoluto sino porque es muy difícil imaginárselos desde Salta, sobre todo si se ha vivido encerrado, como lo ha hecho el señor Cornejo durante casi todo 2020.
Con los debidos respetos, España no está -por suerte- en la misma situación que Siria. La economía española y la de zona euro han sufrido estrés e incertidumbre, pero no se han derrumbado. Las infraestructuras están afortunadamente intactas y los fondos europeos han evitado que el deterioro sea mayor.
Pienso que deberíamos empezar recordando que, con propiedad, solo se puede llamar «estragos» a los daños provocados por una guerra, a las ruinas o al asolamiento, pero no a las muertes provocadas por una epidemia ni a las consecuencias económicas de una crisis sanitaria. No se han producido daños de esta clase en Europa. El número de muertos en España a causa de la COVID-19 es solo ligeramente superior a la cantidad de fallecidos por la misma enfermedad en la Argentina, un país «popular» y seguramente «no opulento», según la arbitraria y acientífica clasificación de las naciones del señor Cornejo.
Es del caso pensar, entonces, que la «fiereza» de la pandemia (quiero creer que quiso decir «dureza») es más o menos parecida, aquí, donde el señor Procurador General de Salta supone que los seres humanos viajan al otro mundo con las alforjas llenas, y allí en Salta, en donde los «opulentos» de verdad se cuentan con los dedos de una mano.
El que quiera pensar que la metáfora de las alforjas llenas se refiere a los países y no a los individuos que los habitan puede hacerlo pero se equivoca por completo: las enfermedades matan a seres humanos, no a países, que generalmente sobreviven a las peores tragedias. Cornejo piensa que morir en Europa no es lo mismo que morir en Los Toldos o en Villa Chartas, cuando la muerte es igual para todos, en cualquier sitio donde nos encuentre.
Pero aquí llegamos al nudo del insulto, pues supone el señor Cornejo -desde Salta, nada menos- que aquí en Europa no hay pobres o que, habiéndolos, la pandemia solo se ha llevado a personas «opulentas». Basta con leer el «velado elogio» que Cornejo dedica al igualitarismo pandémico para darse cuenta de que, por debajo de sus palabras catastrofistas, se esconde en realidad una restrained jubilation, una celebración reprimida del hecho de que Dios haya hecho que el virus ataque especialmente a los ricos, como si estos se merecieran -solo por ser ricos- enfermarse y morir.
El poeta que empieza su disertación con un alarde de cultura clásica, diferenciando entre annus mirabilis y annus horribilis, demuestra sin embargo que no conoce Europa más que por lo que lee en los diarios, especialmente aquellos que él manipula a voluntad desde su mullido asiento fiscal y que a veces no cuentan la realidad ni de los propios lugares desde donde se publican.
En lo peor de la pandemia, se me ocurrió comparar la cantidad de camas hospitalarias disponibles en la Argentina y en los principales países de Europa. Me sorprendió que en la Argentina hubiera una cantidad de camas muchísimo mayor (en proporción a la cantidad de habitantes) a la de muchos países «opulentos». Pero pronto encontré una explicación.
Ningún país tenía -antes de la pandemia- una capacidad hospitalaria superior a las necesidades de su población. Es decir, si su población es mayormente sana (España e Italia son dos de los países del mundo con mayor expectativa de vida), no es necesario tener una cantidad de camas que supere la demanda, ya que ello solo se justificaría si la población del país -como sucede en la Argentina- tiene una salud un poco más precaria. Es decir, que presumir de la cantidad de camas de hospital no es ni puede ser un motivo de orgullo, pues en muchos casos es un indicador de las mayores necesidades sanitarias de la población.
Pero volviendo al tema de la opulencia, me parece que el señor Cornejo piensa que en Europa todos tenemos un Porsche 991 estacionado en la puerta, que gastamos dinero a pata suelta, que no existe la pobreza en ninguna de sus formas, que no hay familias que pasan hambre, que no hay excluidos, postergados, vunerables, ni desfavorecidos; y que esta gente, además, ni se enferma ni se muere.
La gran mayoría de muertos (en España, Italia, Francia o el Reino Unido) han sido personas de modestísimos recursos, enfermas previamente de soledad, aislados y arrinconados en una residencia geriátrica, abandonados a su suerte, muchas veces sin posibilidad de ser trasladados a un hospital. Casi todos han confiado su suerte a un sistema del bienestar público, horizontal e igualitario, desconocido en Salta, donde la desigualdad social y los privilegios de clase impactan de forma significativa en el acceso del derecho a la salud. No se puede ser tan injusto y desconsiderado con los fallecidos en Europa, atribuyéndoles una condición económica boyante que quizá nunca conocieron.
Mal asunto este, sin dudas.
Hoy mismo, cuando todo el centro de la península ibérica se encuentra bloqueado por una nevada bíblica, hay cientos de familias que no tienen con qué alumbrarse ni calentarse en la Cañada Real Galiana y en otros muchos otros lugares. A los hospitales solo se puede llegar por helicóptero, pues las ambulancias no pueden circular a causa de la nieve; no hay transporte público y se ha pedido a la población no salir a la calle, porque si alguien se rompe una pierna tras patinar en el hielo, no habrá quién pueda recogerlo.
Se podrá decir que aquí no hay dengue, ni niños que contraigan el síndrome urémico hemolítico por comer carne molida en máquinas contaminadas, o madres que preparen el biberón de sus hijos con agua de un charco.
Todo esto es cierto, pero en Europa hay gente sufrida como la que más y su número va en aumento. Son personas seguramente mucho más sufridas y sacrificadas que el señor Cornejo, que piensa desde Salta que los europeos que mueren son enterrados junto a sus tesoros, como los faraones del antiguo Egipto. Al enfrentarme a pensamientos maniqueos como este, me pregunto si no es una paradoja que en Salta coexistan personas tan absurdas, con estudiosos prudentes y responsables como el doctor Gustavo Barbarán, que sabe muy bien de lo que habla y que acostumbra a dirigirse a los salteños con humildad pedagógica y no con esas ínfulas de sabio que tanto deforman el discurso de algunos.
Podríamos discutir hasta el infinito los exactos alcances del sustantivo «opulencia», pero cualquiera sea la definición que adoptemos, hay algo que es muy cierto y apenas se puede discutir: la mayor riqueza colectiva sirve, no tanto para evitar que la gente (incluidos los pobres) se mueran de una enfermedad que no distingue entre los saldos de la cuenta corriente de unos y de otros, sino para que alguna gente pueda pensar mejor, para que les llegue un poco más de oxígeno al cerebro, para poder vivir en una sociedad organizada y más justa, para disfrutar de la libertad y para que la libertad sea un bien preciado, y no un lujo como lo es allí donde reina el que ha dicho y escrito que la prisión preventiva es un mecanismo central de la represión penal.
Tengo que darle la razón a nuestro poeta/filósofo: la opulencia, efectivamente, no cura los males. Pero el encierro mental, la falta de oxígeno, definitivamente los agravan.