La del Viceintendente de Salta es una pésima idea

La idea en sí misma no sorprende tanto como la pobreza de los argumentos en que se sustenta. Decir que es necesario un Viceintendente municipal para evitar las conspiraciones y las puñaladas por la espalda del presidente del Concejo Deliberante es ridículo.

No caben dudas de que vivimos inmersos en una cultura de la conspiración en la que las intrigas y las maniobras desleales ocupan el lugar que debería ocupar la política, pero ello no significa que debamos trasladar los complejos a las instituciones.

Si la comisión que estudió la reforma de la Carta Municipal de Salta no ha terminado su trabajo con mejores ideas que ésta, es que quienes la integran carecen de ellas, simplemente. No hay que buscar otras explicaciones.

Hay determinadas cuestiones, como la (hoy inexistente) responsabilidad del Intendente Municipal frente a la asamblea popular que deberían haberse contemplado en las recomendaciones de reforma de la Carta Orgánica.

No hay nada, ni en la Constitución nacional ni en la provincial, que impida a los municipios superar las limitaciones del sistema presidencialista e introducir mecanismos propios del parlamentarismo que acentúen la vinculación del órgano ejecutivo con aquel que se encarga de elaborar las normas.

La creación de la figura del Viceintendente va en sentido contrario al de esta necesaria vinculación. Supone un refuerzo del presidencialismo y un freno a las aspiraciones populares de mayor control, transparencia y rendición de cuentas en la gestión ejecutiva municipal.

De nada vale aumentar a cuatro años el mandato de los concejales si al mismo tiempo no se establecen límites claros a sus competencias como órgano deliberante; si no se impide de forma tajante que los «ediles» (como les gusta que los llamen) gasten dinero público y valioso tiempo institucional debatiendo y resolviendo asuntos que son propios del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o del Parlamento británico.

De nada vale, en suma, reformar una Carta Orgánica para maquillarla, asegurándose al mismo tiempo que el blindaje del poder permanezca intacto y que las sombras más oscuras sigan interponiéndose entre el ciudadano y una administración municipal, que, por muchas razones, debería ser un edificio de cristal (por lo transparente, no por lo frágil), pletórico de ejemplaridad democrática.

Es de lamentar que se haya dejado pasar una buena oportunidad para acometer reformas profundas y sinceras que contribuyan no solo a mejorar nuestra política de proximidad sino también a demostrar que el espíritu reformador de los salteños no está -como parece- adormecido y atontado por la atmósfera enrarecida del poder y las ambiciones personales.