
La tarjeta no ha comenzado a funcionar en Salta. No se sabe todavía de qué forma la van a utilizar quienes la posean. Es difícil saberlo, porque el uso de la tarjeta supone reconocer a su titular un espacio de libertad, apenas limitado por la prohibición de adquirir con ella bebidas alcohólicas o acceder al dinero efectivo.
Es decir, nadie sabe si el dueño de la tarjeta va a comprar frutas, verduras, legumbres, o si por el contrario va a comprar alimentos hiperpreparados, bebidas azucaradas, grasas saturadas o comida chatarra. La propia filosofía operativa de la tarjeta impide controlar el tipo de alimentos.
El comerciante que vende los alimentos (cualquiera, a condición de que tenga un postnet) no podrá negarse a vender -excepto el alcohol- lo que le pidan. Dejar en manos de los comerciantes la definición de lo que los pobres con tarjetas pueden comer o dejar de comer es sencillamente inadmisible.
Es más razonable pensar que las personas y familias que están habituadas a consumir alimentos de baja cualidad nutritiva y potencialmente dañinos para la salud, van a seguir consumiéndolos, puesto que la simple entrega de una tarjeta para que gasten unos 5.000 pesos al mes en comida no «garantiza» como ingenuamente cree el gobierno que las personas van a cambiar de hábitos.
Nadie va a decir: «Ah, no. Ahora que tengo esta tarjeta azul voy a empezar a comer como Dios manda, no vaya a ser cosa que me la quiten».
El plástico no se come y el plástico no educa. Solo permite comprar (poca cosa) sin tener que rascarse el bolsillo. Nadie duda de pueda ser una ayuda, un paliativo. Pero en una Provincia en donde hay de más 600.000 personas en una situación de pobreza muy seria, pretender atender con una tarjeta las necesidades diarias de menos del 10% de la población amenazada es la expresión de una política muy deficiente.
En estas condiciones, la tarjeta sirve más como instrumento de fidelización política que de verdadera herramienta para combatir la raíz de la pobreza. Al contrario, la posesión de la tarjeta azul garantiza el mantenimiento en la pobreza de sus tenedores durante un tiempo más bien largo. Tiempo en que tampoco habrá para ellos una política que les permita superar esta condición sociológicamente humillante, pero políticamente muy pero que muy rentable.