
Una de las funciones básicas de las elecciones populares en democracia es la posibilidad de seleccionar entre opciones diferentes. Cuanto más diferentes sean estas opciones, mejor.
Cuando se le priva al ciudadano de la posibilidad de seleccionar (escoger y también desechar) entre unos y otros, la democracia sufre irremediablemente.
En democracia es necesario que alguien gane las elecciones y que otros las pierdan. No todos pueden ganar; pero eso exactamente es lo que sucederá en Salta, pues aquí ganarán todos y no habrá perdedores, aunque se produzcan diferencias escandalosas de votos entre uno y otro partido.
Simplemente, la diferencia política ya no es posible en Salta; o al menos no lo será en las próximas elecciones, porque en cada formación política que acude bajo un emblema distintivo diferente se apiñan representantes y portavoces de casi todos los sectores políticos conocidos en Salta. Por tanto, los emblemas son engañosos y no sirven para diferenciar entre unos y otros. La vieja oligarquía ha sido reemplazada entre nosotros por un oligopolio, o para mejor decir, por un cartel.
Pero aun con esta mescolanza en el ambiente, hasta hace algunas semanas todavía era posible ilusionarse con que las mínimas diferencias entre unos y otros permitieran de algún modo albergar la esperanza de la cercanía en el tiempo de un combate franco contra el feudalismo que mantiene a Salta anclada en el pasado y a cientos de miles de salteños amenazados en su futuro.
Ahora, las diferencias han terminado por borrarse del todo en Salta. La posibilidad de seleccionar se ha reducido a cero.
Y esto no es nada menos que el resultado del gran acuerdo político que finalmente se ha conseguido fraguar en Salta para que todo siga más o menos como está; es decir, para que los intereses que por más de un cuarto de siglo han representado personajes nefastos para sus semejantes como Juan Carlos Romero o Juan Manuel Urtubey sigan imponiéndose férreamente al interés general del conjunto de los ciudadanos de Salta.
La clave de este acuerdo silencioso es la figura del candidato presidencial Alberto Fernández, que parece haber conseguido que los más visibles valedores del presidente Mauricio Macri en Salta (Romero, Grande, Sáenz, De los Ríos y un breve etcétera) se retraigan y apoyen al final la candidatura de Fernández, y, por detrás de ella, la candidatura a vicepresidenta de Cristina Fernández de Kirchner, denostada por unos y por otros.
Es decir que aunque gane el Frente de Todos y pierda el frente de Sáenz, o aunque suceda exactamente a la inversa, ganarán todos -incluido Alfredo Olmedo, comprometido hasta el tuétano con Romero y Urtubey- y en Salta no habrá cambios significativos. Solo algunos nuevos nombres en viejos cargos.
Lo más curioso es que este movimiento silencioso, en vez de propiciar el hallazgo de soluciones efectivas para los problemas mayores de Salta, solo puede contribuir a agravarlos, en la medida de que un acuerdo de alcance tan coyuntural como este solo puede conducir a un bloqueo duradero de los circuitos de decisión política. Después de las elecciones hay que gobernar y si el nuevo gobierno nace solo aupado por las promesas de campañas de Alberto Fernández, el vacío que se producirá en Salta a partir del 10 de diciembre próximo será realmente preocupante y muy difícil de llenar.
Algunos conseguirán salvar su pellejo y blindarán su futuro (es eso precisamente lo que buscan), pero los 700.000 salteños que sufren pobreza y marginación seguirán obteniendo respuestas políticas subdesarrolladas y soluciones en forma de parches.
Fernández solo busca votos en Salta y lo peor es que los obtendrá prácticamente a cambio de nada. Si Salta no existe ahora en el plan del candidato kirchnerista, existirá aún menos si consigue hacerse con los resortes del poder después del 27 de octubre. Mientras tanto, los políticos locales, hundidos en su propia mediocridad, se han dado cuenta de que sin el patrocinio de una figura en alza como Ferández no convencen a nadie en Salta, que es donde tienen que medir sus fuerzas.
El acuerdo asegura a Romero y Leavy escaños seguros en la Cámara de Senadores del Congreso Nacional, a Urtubey (a través de Leavy, Romero y Kosiner) el control de la representación parlamentaria de Salta, el control de la Corte de Justicia (y a través de ella del resto de los jueces y fiscales), a Sáenz el control extendido de la Municipalidad (a través de Bettina Romero, Posadas o Grande) y un control limitado sobre el aparato administrativo, que seguirá dominado por Urtubey, y luego cuotas de poder menores en terrenos políticos estrechamente vinculados con los negocios y las prebendas menores.
Puede que muchas de estas cosas que integran el «botín histórico» de la política de Salta no interesen a algunas pocas personas decentes, pero para muchos otros, los pequeños o grandes negocios vinculados con el poder y el presupuesto forman parte de su particular ecosistema. No saben vivir de otra forma y se aferran a este tipo de estrategias como a un clavo ardiendo.
Dicho en otros términos, que el macrismo parece haberse extinguido sin remedio en Salta, o por lo menos haberse quedado sin margen de maniobra. Lo cual es muy malo, no porque el macrismo sea intrínsecamente bueno, sino porque a los ciudadanos de Salta -engañados- se les arrebata la posibilidad de seleccionar. Los que hoy permanecen fuera del acuerdo por pura casualidad (Javier David o los radicales que rechazan el pacto con Olmedo) tardarán solo minutos en sumarse a un cuadro de comandos en el que el interés principal sea el de sostener la figura de Fernández.
Tal vez lo más preocupante de toda esta situación es que un voto para Macri en Salta termine siendo en realidad un voto para Fernández. Las posibilidades de que ocurra a la inversa son mínimas. Los políticos de Salta se han encargado de esta notable distorsión, no querida por muchos ciudadanos, sea finalmente posible.