
Como sucede con la política, cada quien entiende la economía como mejor le conviene. Algunos, como el Gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, lo hacen en los límites del sarcasmo.
A punto de concluir el tercero de sus mandatos y el duodécimo año de su larguísimo gobierno, Urtubey deja una Provincia económicamente destrozada, con grandes sectores desactivados o lastrados por la ineficiencia gubernamental, con enormes territorios empobrecidos y desconectados, con una elevada tasa de desempleo y unos niveles de pobreza y de desigualdad social nunca antes conocidos en la historia de Salta. Excepto el Gobernador y algunos de sus incondicionales, el resto de los protagonistas de la vida política de Salta coincide en este sombrío diagnóstico.
Pero el Gobernador, siempre presto a recurrir al espejo de Blancanieves para suavizar sus tropiezos más escandalosos, dice ahora que su herencia no es tan nefasta como lo denuncian las cifras y se cubre las espaldas diciendo que «las cuentas públicas de Salta están equilibradas». ¿Es este un gran logro?
Habría que comenzar por lo más obvio y decir que si la desastrosa situación de la economía productiva tuviese lugar en un contexto de grave desequilibrio fiscal, la situación global sería mucho peor en todos los sentidos. Pero esto no es un gran consuelo.
Lo que han hecho Urtubey y sus cerebros económicos es aplicar el principio de estabilidad fiscal con rigidez, independientemente de la situación económica real, renunciando a la capacidad que tiene cualquier gobierno medianamente sensato para combatir el ciclo.
El equilibrio de las cuentas públicas es, sin dudas, un elemento esencial de una política económica sostenible en el tiempo, pero tan cierto como esto es que el principio del equilibrio debe instrumentarse adaptándolo a la situación cíclica de la economía para suavizar sus oscilaciones.
Más que la religión de la disciplina fiscal y el equilibrio, se espera del gobierno un superávit en las situaciones en que la economía crece por encima de su potencial. Y se espera también que utilice ese superávit para compensar los déficits que se producen cuando la economía está en la situación contraria.
Si al cabo de doce años de gobierno la Administración de Urtubey no ha producido superávits cuando el ciclo económico lo permitió e intentó enjugar el déficit recurriendo al endeudamiento, es porque las cosas se han hecho rematadamente mal.
A todo esto se suma la creciente opacidad de las cuentas del Estado, cuya expresión más dañina es la omisión de los deberes constitucionales del Gobernador de someter periódicamente las cuentas de su Administración al control de la Legislatura provincial. Solo cuando las cuentas estén presentadas -y siempre que no estén manipuladas- los salteños nos vamos a enterar del extraordinario nivel de endeudamiento de nuestro sector público y de la tremenda insolidaridad generacional que supone que la deuda contraída por Urtubey solo para poder pagar los sueldos de los empleados que ha contratado (estimados en unos 45.000 desde 2007) y conceder subsidios a la Iglesia, a folkloristas fracasados y a clubes deportivos de su elección, deba ser pagada, sin posibilidad de escapatoria, por los salteños del mañana.
Pero es que además de desatender las necesidades de la Salta productiva, urgida de estímulos a su actividad y demandante de infraestructuras de auténtica calidad, en sus doce años de gobierno Urtubey no ha formulado ningún programa de inversión pública que acredite un impacto significativo sobre el aumento de la productividad. Casi todos los salteños -especialmente los que viven en los territorios más postergados- recuerdan las fantásticas promesas y lamentan todavía el fiasco final del Fondo de Reparación Histórica, constituido en su totalidad por un préstamo internacional; es decir, no financiado con el ahorro bruto de la Administración, como hubiese sido deseable.
Visto desde otra perspectiva, el equilibrio de las cuentas públicas del que hoy presumen Urtubey y sus dos últimos ministros de Economía no se ha logrado mediante una reducción del gasto o un aumento de la recaudación de tributos, como lo hacen las economías más serias del mundo, sino mediante la inyección de deuda. Es este último recurso el que ha permitido que las cuentas cuadren y el que permite que el gobierno siga gastando a voluntad, sin preocuparse por tener que devolver lo que ha tomado en préstamo. Ello, sin contar con el ridículo mundial que Urtubey hizo en el verano boreal de 2016 cuando pactó con los acreedores internacionales las peores tasas de interés que el mercado pudo entonces haber concedido a un gobierno democrático.
Prácticamente toda la deuda contraída por el gobierno de Salta ha servido para atender gastos corrientes de la Administración del Estado, como lo demuestran las paupérrimas cantidades que el gobierno irregularmente concede a los pequeños proyectos productivos.
Por eso es que hoy, cuando falta un poco más de tres meses para que Urtubey se marche del gobierno y deje paso a un nuevo Gobernador, es insultante que haya dicho que «la escala de la economía es permitir el desarrollo de los proyectos productivos salteños». Lo dice un Gobernador que se ha visto obligado a demandar al Estado nacional ante la Corte Suprema porque no tiene dinero para pagarle a sus empleados la cantidad extraordinaria que el Presidente de la Nación ha concedido a los empleados federales y a los trabajadores del sector privado de todo el país. Lo dice también el Gobernador de una Provincia que no ha podido poner en marcha, por falta de recursos, el nuevo régimen penal juvenil. Y lo dice también un Gobernador que, a pesar de estas estrecheces, vive una vida de película a bordo del avión oficial de la Provincia de Salta, con el que recorre el país de punta a punta en busca de votos para languidesciente su candidatura.
Si en doce años no ha podido hacer despegar la economía de Salta y se podría decir incluso que sus políticas solo han contribuido a hundirla un poco más; si la disciplina presupuestaria, en vez de operar como un estímulo de la producción, se ha convertido en un lastre; si el equilibrio de las cuentas se ha logrado en base al endeudamiento y no gracias a la contención del gasto o la mejora de la eficacia recaudadora, ya no es tiempo de echarse faroles sino de reconocer que el gobierno de la economía ha fracasado sin atenuantes.