
Como le sucede a la mayoría de los argentinos que han vivido en este país en los últimos treinta y cinco años, los salteños estamos expuestos a campañas proselitistas larguísimas y extenuantes, con poco contenido programático pero con egos desbordantes y un dinamismo seguramente digno de causas más nobles.
Hasta hace relativamente poco, decir elecciones en Salta equivalía a mentar a la movilización social. Ahora, sin embargo, frente a una sociedad en general aquietada que parece no querer sorprenderse ni ilusionarse con nada, se erige un gran escenario en el que todos los días sube a escena el espectáculo francamente decadente de un medio de centenar de candidatos que se mueve nerviosamente de un lado al otro.
La política en Salta -y hay que decirlo con todas las palabras- se ha reducido a eso: a una pantalla en colores con puntos que recorren caóticamente los extremos, como los viejos televisores cuando sintonizaban un canal sin señal portadora.
Los políticos de Salta, en general, se mueven frenéticamente para que el gran público los vea. Pero lo único que consiguen con sus continuos cambios de posiciones y de aliados es hacerse ver solo por sus potenciales contrincantes. El veredicto ciudadano les sigue interesando, por supuesto, pero ahora parece que les interesa más lo que vaya a decir el contrario de ellos mismos. El adversario puede ser una amenaza pero, para la mayoría, ha dejado de serlo para convertirse en una oportunidad.
De allí que cuando concluye la votación y el recuento de sufragios y algunos no sacan ni para el boleto de ómnibus, casi nadie lamenta los malos resultados ni hace el amague de retirarse de la política o anuncia su propósito de dedicarse al cultivo de zanahorias en el fondo de su casa. Todos son ganadores. Y la verdad es que lo son, desde el momento en que consiguen de alguna manera que aquel adversario que antes no los tenía en cuenta los tenga ahora. Dos o tres elecciones con el 0,8 por ciento de los votos es en Salta toda una carta de presentación para futuras aventuras políticas. Las zanahorias deberán esperar.
Alguien -y no diremos quién- se ha encargado de destruir a los partidos políticos de Salta. Ninguno funciona ya como se supone que debería hacerlo conforme a la Constitución. Su utilidad política es ya historia.
A nadie parece interesarle el control de los partidos, un objetivo que antaño era ineludible si lo que se pretendía era apuntalar una candidatura importante. Ahora ya no es necesario conquistar la cúpula de los partidos, entre otros motivos porque hacerlo implica una cierta responsabilidad (pagar la factura de la luz, evitar que te rematen la unidad básica o el comité capital por deudas salariales). Alguien -y no diremos quién- ha descubierto que la disciplina partidaria -otrora un valor importante de la democracia- es hoy un concepto obsoleto y hasta un obstáculo para que los candidatos puedan moverse a su aire, tejer y destejer alianzas, dentro y fuera del partido propio (si es que alguien todavía tiene uno).
Solo la política nacional, algo más visceral e ideológica, ha trazado en Salta algunas líneas rojas, supuestamente infranqueables. Un día es el color del pañuelo que cada uno/a lleva en el cuello, al otro son las iniciales de ciertos apellidos o el apellido de algún setentista precedido por el artículo “la”, y al día siguiente, quién sabe. Pero quitando esos pequeños detalles, en Salta los candidatos se mueven con entera libertad, sin las molestas ataduras de los partidos políticos y con la precaución de no atacar frontalmente a los contrarios, porque un golpe de viento los puede poner de cara y convertirlos en impensados aliados.
Ocurre tres cuartos de lo mismo con la actividad administrativa, con el día a día del gobierno, paralizado por la vorágine electoralista y rendido a la extraordinaria simpleza del lema que preside toda la política lugareña: «No hagamos olas hasta que pasen las elecciones».
No se puede decir que estas alianzas extrañas, que además son efímeras e inestables, tranquilicen a quienes las conforman. Muchos se sienten incómodos con algunos de los apoyos que van cosechando en el camino, pero siguen adelante porque la mira está puesta en la cita electoral. Después de ese día, ya veremos.
Los más atrevidos, o tal vez los más ingenuos, ven en estos movimientos continuos la expresión de una estrategia muy sofisticada, cuando en realidad no son más que el reflejo más fiel de la mediocridad creciente de nuestro establishment político. A ciertas personas, a las que les falta sustancia y capacidad de liderazgo, no les queda otro remedio que moverse y hacerlo como gallinas sin cabeza; es decir, de una forma asombrosamente irresponsable e irrespetuosa con el ciudadano que elige.
Da la impresión de que en Salta algunos quieren llegar a toda costa. No importa lo que se haga para lograr el objetivo ni con quién se haga, siempre que las acciones estén encaminadas a llegar. Si las alianzas sin pies ni cabeza hacen luego imposible gobernar, no es asunto que preocupe ahora. Cuando se conquiste el poder aparecerán otros aliados y el juego volverá a la casilla de salida. Nos encontramos ante la reedición del mito del eterno retorno en versión nietzschiana, que nos aboca a una repetición incansable e infinita, no en este caso de pensamientos, sentimientos e ideas (puesto que no las hay) sino de gestos políticos vulgares, previsibles e intrascendentes.
Por detrás y por debajo de todo este espectáculo de figuras móviles que se desplazan sin ton ni son a través de una pantalla a la que parece habérsele estropeado el sincronismo laten los problemas profundos que aquejan a Salta y que nadie quiere atacar, por miedo a que su audiencia electoral decrezca de forma dramática. Para eso, mejor ocuparse de las Pyme, de lo mal que lo pasan las farmacias en Tartagal, del federalismo que se nos niega, de los productores de caña de azúcar que -según dicen- «deben» estar representados en el Congreso, y un sinfín de vaguedades que tienen en común la vocación de postergar indefinidamente la solución a los problemas estructurales de la democracia salteña.
La sectorización del discurso político se ha revelado muy rentable en términos electorales en Salta. Cada candidato lleva en su portafolios unas «propuestas» para los productores de tabaco, otra para los vendedores ambulantes, para los farmacéuticos, para las clínicas privadas, para los intendentes periféricos, para los que cultivan la soja, para los policías, para los clubes de rugby, para los centros vecinales, para las residencias de ancianos y los comedores infantiles.
Ninguno es capaz de decir (entre otros motivos porque son incapaces de pensarlo) qué es lo que quieren para la sociedad en su conjunto, para el ciudadano normal, para aquellos que se sienten iguales al prójimo. Ninguno parece interesado en articular un discurso que tenga al «interés general» como prioridad.
Excepto uno o dos de los que parecen estar asomando la cabeza estos días, los demás parecen conformarse con un modesto papel de candidatos «para salir del paso». Ninguno tiene madera de líder y casi todos afirman su capacidad de convocatoria en las atractivas bondades gastronómicas de sus quinchos y no en el magnetismo intelectual o la posesión de grandes y bien dotadas bibliotecas, como ocurría en tiempos no demasiado lejanos.
Cuando faltan menos de cinco meses para que se celebren unas elecciones cruciales, casi nadie habla de los graves problemas de cohesión territorial que padece Salta desde tiempos inmemoriales. Cuando hablan de «infraestructuras» -un vocablo, sin dudas, imponente- no se refieren a las grandes redes de datos ni al desarrollo de las vías de comunicación o el transporte de energía, sino a los juegos infantiles en las plazas de los pueblos y los playones deportivos. Si me permiten, es esta una pasión por las estructuras muy «infra».
Nadie propone soluciones para la pobreza y la desigualdad social que mantiene atrapado en una pegajosa telaraña a un sesenta y tanto por ciento de la población. Prefieren hablar de subsidios eternos de fidelización de la pobreza, de «bolsones» y «primeras infancias», porque, a decir verdad, no se enteran ni quieren enterarse de lo que están haciendo otros países para solucionar el horrible drama de la pobreza. En Salta se controla a los pobres a través de apps con inteligencia artificial, para que además de seguir siendo pobres por mucho tiempo dejen de tener vida privada y sus datos personales y sensibles se conviertan en un negocio.
Casi todos dicen que quieren mejorar los hospitales y las escuelas, pero casi nadie dice cómo lo va a hacer, qué modelo quieren seguir y quién va a pagar estas mejoras. Uno dice que mañana «van a poner dinero en el bolsillo de los ciudadanos»; el otro, que los jubilados van a tener los medicamentos gratis. Pero nadie sabe cómo lo harán. La irresponsabilidad en este terreno es casi total, pues Salta gasta toneladas de dinero en mantener un sistema sanitario tercermundista y una educación por debajo de cualquier mínimo. Ambos, complementos ideales de la pobreza.
Salta necesita una enorme reforma política, cuidadosamente planificada y serenamente meditada, que es lo único que nos puede prevenir de que nuestra democracia se estrelle en los próximos años. Sin embargo, frente al peligro de la disgregación, el populismo y la tiranía, la respuesta de nuestros políticos es plana y expresa una satisfacción poco realista -se podría decir que hasta cómplice- con un diseño institucional recalentado, disfuncional y corrupto.
Padecemos un gravísimo problema de inserción en la región y en el mundo, a consecuencia del fracaso de la política, del déficit de liderazgo y de casi veinticinco años de fantasías que nunca han llegado ni siquiera a aproximarse a la realidad. A pesar de la importancia que tiene esta carencia para la vida de los salteños de hoy y de las futuras generaciones, nuestros políticos, en su mayoría, insisten con recetas económicas y geopolíticas de los años ochenta y noventa del siglo pasado, sin animarse en ningún caso a mirar al mundo con esa curiosidad crítica y con esa voracidad de conocimientos que hoy resultan imprescindibles para comprenderlo y descifrarlo.
Nuestra autonomía como estado federado ha sufrido un significativo menoscabo en las últimas dos décadas; en parte por las ambiciones personales de los dos últimos Gobernadores, el cual más torpe que el otro, que han utilizado a Salta como trampolín para dar el salto a la arena política nacional. Y en parte también por la notable pérdida de calidad de nuestra representación política en las instituciones federales.
Sin embargo, seguimos llorando sobre el federalismo derramado y enviando a Buenos Aires «embajadores» de tierra adentro de cuarta categoría, prolijamente embanderados en el poncho, para que en vez de dedicarse a construir la unidad del país y apuntalar su grandeza, defiendan los sacrosantos derechos de los cañeros de Orán.
En síntesis, que la política de Salta ha extraviado el norte y es muy difícil que vuelva a encontrarlo con esta clase de políticos, incapaces de ver más allá de sus propias metas electorales. Todos son soñadores, a su manera, pero ninguno es capaz de pasar sus sueños en limpio y de ilusionar a sus comprovincianos con ideas que vayan un poco más allá del «orgullo salteño» y la satisfacción por el ascenso de Güemes al Olimpo de los héroes de la Tierra.
Con la gloria de Güemes y el orgullo del pobre, lamentablemente no se come ni se educa a los hijos. Salta necesita algo más y está a la espera de que alguien sea capaz de dejar de lado su egoísmo, para liderar un proyecto colectivo, que incluya a todos y que saque lo mejor de cada uno para que todos -no solo unos pocos- tengamos la sensación de que hemos progresado y que no hemos pasado en vano por esta vida.