
Hace bastante tiempo que mantengo serias discrepancias con lo que se podría llamar el «reformismo institucional» de Salta. Pienso y he sostenido con argumentos la idea de que los males que aquejan a nuestra sociedad y que han privado de esperanza y de futuro a cientos de miles de salteños no se resuelven modificando las instituciones vigentes sino reformando en profundidad a la política misma.
Nuestros políticos, en su mayoría y con independencia de su edad, atraviesan una notoria crisis de madurez, que es algo que asalta a las personas y las desorienta cuando en un cierto momento de sus vidas se dan cuenta de que sus saberes y sus destrezas han alcanzado un determinado grado de ineficacia que es imposible revertir.
De una forma o de otra, todos los políticos que conocemos -incluso algunos sin saberlo- son herederos de una tradición de realismo político, en el sentido que esta expresión tiene para Hans J. MORGENTHAU y otros grandes teóricos del enfoque del poder.
Nuestros políticos han aprendido, quizá mejor que ningún otro, a manejarse con cierta soltura en la batalla por el poder y en las timbas en donde se juega el control del presupuesto. Por razones vinculadas tanto con nuestra idiosincrasia como con nuestro déficit democrático, estos políticos monovalentes han hecho progresos notables -generalmente personales- bajo el paraguas de la teoría realista de la acción estatal. Urtubey es el más claro ejemplo de esta madurez agotada.
Políticos como él han descubierto, con bastante amargura, por cierto, que no hay una segunda juventud, sobre todo para aquellos que han dejado colgado el humanismo en el armario y se han entregado en cuerpo y alma a la conquista del instrumento, por el atractivo sensual que el propio instrumento tiene, pero por ninguna otra razón de más peso.
Como ha dicho recientemente el científico Howard GARDNER, «se puede vivir sin filosofía, pero peor». En una entrevista reciente, este profesor de Harvard recuerda un experimento hecho con ingenieros del MIT, que no habían estudiado humanidades o que, habiéndolas estudiado, las dejaron en un segundo plano detrás de los conocimientos técnicos. El estudio logró descubrir que cuando estos ingenieros llegaban a los 40 y 50 años eran más propensos a sufris crisis y depresiones.
Hay que cambiar nuestra política, empezando quizá por cambiar a nuestros políticos, para evitar que se condenen a sí mismos a una existencia inútil.
Una tarea como esta es siempre mucho más difícil y costosa de acometer que reformar un tribunal, rediseñar un ministerio o hacer cambios en cualquier institución más o menos compleja. Se requiere no solo de decisión sino también de talento, y, por sobre todo, de convicción.
Si nuestros políticos demostraran una mínima preocupación por la Filosofía, la Literatura o la Historia del Pensamiento, por solo poner algunos ejemplos; y si los ciudadanos les exigiesen estar en posesión de tales conocimientos, más que del arte de construir cisternas, fraguar cemento y nombrar amigos para que cobren sueldos que paga el Estado, nuestros políticos se encargarían de cosas más importantes, que son las que importan a sus conciudadanos, no a ellos mismos. Estaríamos, pues, en un escenario totalmente diferente. Salta cambiaría para mejor.
De lo que se trata es de proporcionar una base moral a los individuos que entregan su tiempo a la actividad política, porque el único imperativo ético que hoy guía sus pasos es el de la conquista y la conservación del poder, que, es en sí mismo, un imperativo carente de cualquier componente moral.
Si entre todos contribuyéramos a dotar de una base moral a la política, podríamos ponernos de acuerdo en un punto esencial: la necesidad de limitar el poder político. He aquí la clave de cualquier reforma.
Está claro que se puede limitar este poder por muchos caminos diferentes (por ejemplo, reformando una Constitución que no se cumplió nunca o sustituyéndola por otra que no se cumplirá jamás). Pero la única limitación efectiva y capaz de perdurar en el tiempo es aquella que se deriva de un sistema moral compartido.
Y, puesto que no tenemos algo como eso, para hacernos con uno no basta con reformar la Corte de Justicia, afinar el procedimiento de selección de jueces, hacer que el Gobernador rinda cuentas o que la Legislatura elabore mejores leyes. Hace falta que nuestros políticos superen su ensoñación por el poder, se den cuenta de su crisis de madurez y hagan esfuerzos por no caer en la depresión y en el desencanto, arrastrando tras de sí y de sus errores a miles de salteños que esperan soluciones y libertad para configurar sus vidas.
Hay que poner fin, pues, a la política que se imita a sí misma y que se reproduce sin control y con poquísimas variaciones. Si, como está visto, el poder cada vez lo puede menos, la solución es abandonar el enfoque del poder y convertir al antagonista (aquel a quien se desea vencer) en un potencial aliado, en asuntos muy pequeños y puntuales, pero que formen parte de un acervo de ideas comunes que solo se puede forjar si detrás de cada hombre y de cada mujer existen un mínimo soporte filosófico y una discreta estructura moral.
Si no acertamos a hacer algo como esto, Salta seguirá prisionera de la dialéctica irresuelta entre quienes están obsesionados con el poder y serían capaces de vender a su madre con tal de conservarlo, y aquellos que creen que lo van a poder controlar simplemente ‘observando’ cómo los demás lo ejercen a su antojo.