
Evidentemente, la situación podría ser todavía peor y hay seguramente quien piensa que podríamos tirar unos añitos más así.
Pero hay también quien cree que se debió poner fin mucho antes a esta espiral de miseria y precariedad disfrazada de falsa modernidad y engañosa eficiencia. Muy probablemente las elecciones provinciales que se celebrarán el próximo mes de octubre constituyan la oportunidad ideal para cambiar este lamentable estado de cosas.
En los últimos años, lo más importante para Salta, el tema número uno de la discusión pública, ha sido el apetito de poder de sus líderes, no las necesidades y las expectativas de los ciudadanos.
El primer paso que debemos dar, si de verdad queremos dejar atrás este capítulo gris de nuestra historia, es jubilar a los líderes providenciales, procurando encontrar un lugar decoroso para aquellos que fracasaron con su visión aldeana del mundo y con sus políticas inspiradas en una concepción mayestática del poder. Su hora ha llegado. Deberían ser ellos los primeros en darse cuenta.
Sin embargo, si volvemos por un momento la mirada hacia los recursos humanos disponibles para acometer esta gigantesca tarea y los comparamos con la envergadura de los desafíos que tenemos por delante, nuestro ánimo decae fatalmente.
Los injustamente largos gobiernos de Romero y de Urtubey han provocado un daño de tal magnitud que tardaremos no menos de un siglo en volver a poner las cosas en su lugar. No hablo de daños producidos por el incumplimiento de las leyes o derivados de hechos de corrupción, sino de aquellos perjuicios que sufrimos por su falta de acierto político, por su estrechez de miras, por su desprecio hacia la razón, por su ignorancia y mezquindad, y por su exceso de liderazgo.
Salta necesita urgentemente sustituir la dirección personalista y cerrada de los asuntos públicos por una dirección colegiada, abierta y participativa, que combine y coordine sus mejores recursos: la inteligencia, la honradez, la razón y el rigor. Es fácil decirlo pero muy difícil de llevar a la práctica, entre otros motivos porque el número de los que están formados alrededor de los valores opuestos es ingente y casi todos ellos aspiran a seguir viviendo de las rentas de una política ineficaz, clientelar y populista.
Entre ellos y los agentes del cambio (entre la oscuridad absoluta y la luz resplandeciente) hay intercalada una amplia franja de ciudadanos que rezan todos los días para que las cosas -dentro de lo mal que están- no cambien demasiado. Son los que dicen «virgencita, virgencita, que me quede como estoy».
Pero, para cambiar y dejar atrás este periodo tan oscuro y para dejar de seguir produciendo hombres y mujeres entregados al hedonismo y al fetichismo ideológico, Salta necesita una buena dosis de osadía; es decir, abrazar la causa de la experimentación y la innovación social, institucional y económica.
La operación tiene sus riesgos, por supuesto, pero para superar un estancamiento de décadas es necesario arriesgarse.
La otra solución es creer que los revolucionarios en nuestra tierra son esos señores que nos dicen en Twitter que vienen a «transformar» (porque detestan la conjugación del verbo «cambiar») y que por ello van a tocar aquello que «funciona mal» y dejar intacto «lo que se hizo bien».
No hay peor conservadurismo que este, si me permiten decirlo.
Creo firmemente que en Salta hay que cambiarlo todo de raíz, incluido lo que funciona más o menos bien.
Nada conseguiremos, ni ahora ni más adelante, si nos embarcamos en una aventura reformista que parta de una base tan endeble y teñida de maniqueísmo. Lo bueno que tienen las cosas buenas es su capacidad de mejorar hasta el infinito. Renunciar a mejorar es precisamente lo que pretenden estos conservadores con disfraz de progresistas.
Además de esta predisposición psicológica a abandonar la comodidad y plantearse desde cero (from scratch) el rediseño de nuestra convivencia, hace falta una guía, pero no un gurú ni un apóstol con habilidades proféticas, sino unas diez páginas en la que esté bosquejado nuestro futuro.
¿A quién le pedimos esa guía? La respuesta es bastante sencilla: algunos la tienen escrita desde hace años y, cuando pueden, algunos de los puntos que contienen se llevan a la práctica, con la complicidad del gobierno, por supuesto. Si queremos vivir los próximos cincuenta años bajo el poder moral de gauchos y de curas, ya sabemos entonces a dónde acudir y a quiénes pedir consejo.
Pero si queremos que nuestros hijos y nietos puedan competir sin complejos y sin desventajas con gente de su misma edad que ha nacido en Renania del Norte-Westfalia, en Singapur, en Nueva Zelanda, en Suiza o en Canadá, necesitaremos acudir a otras fuentes de conocimiento y de acción, que nos saquen del atraso tradicionalista y nos pongan en órbita.
Sé que hay personas, familias enteras, que tiemblan frente a esta idea; que no son muy partidarios de competir en un mundo atravesado por la incertidumbre. Pero es ahora o nunca. O nos abrimos al mundo y formamos parte de él, respetando sus reglas e intentando que los demás comprendan y respeten las nuestras, o seguimos siendo una sociedad encapsulada, hinchada de absurdo orgullo, desconectada del progreso y complaciente con las injusticias.
Como digo, los salteños no estamos sobrados de recursos para encarar el futuro con las garantías que nos merecemos. Solo podemos aspirar a que el próximo gobierno lidere una gran transición y que se encargue, en pocos años, de desmontar todo este infernal aparato de privilegios diseñado para beneficiar a una casta, cuya insólita pervivencia es el mayor obstáculo que hoy deben enfrentar quienes están sinceramente preocupados por el futuro de Salta.
Necesitamos que el próximo gobierno sea un gobierno limitado, que haga pocas cosas, pero que sean las cosas que prometió, las más necesarias, las más urgentes. Ya sería un triunfo si ese gobierno, además de limitado, fuese controlado por los mismos ciudadanos a quienes debe toda su legitimidad. Pero para alcanzar un objetivo como este, se necesita de la existencia previa de una ciudadanía bien formada y comprometida, que hoy por hoy falta en Salta.
A mis comprovincianos les diría que busquen formar ese gobierno, que no renuncien a la posibilidad de darle vida y de sostenerlo. Que averigüen dónde están aquellos que son capaces de convertir esta ilusión en realidad, porque a buen seguro estas personas están de cuerpo presente en Salta, a la vuelta de la esquina.
Seguir como estamos es un lujo que no podemos permitirnos, es una herencia que nuestros hijos y nuestros nietos no se merecen. Y menos, si les dejamos una carga de semejante peso por pura comodidad o por miedo a tomar unos riesgos que ellos seguramente sí que están dispuestos a correr.