
Urtubey pretende hacernos creer con su discurso de patchwork que será la fatalidad lo que le llevará a ocupar el Sillón de Rivadavia.
Su argumento es el siguiente: «Me he preparado y me he formado toda la vida para ser Presidente. He sido aplicado, estudioso, me he portado bien, como sano, me ducho todos los días, hago ejercicio regularmente y tengo experiencia de gestión. No hay otro que haya hecho lo mismo que yo».
Lamentablemente han sido muy pocos los que se han animado a recordarle al ambicioso Gobernador de Salta que si por algo se caracteriza la República (y si algo diferencia a esta forma de Estado de la monarquía), esto es el no admitir la existencia de ciudadanos providenciales o de seres perfectos que están predestinados a ejercer las más altas magistraturas. Aquí todos somos iguales, y todos, con independencia de nuestra preparación y de nuestro talento, estamos listos para ser elegidos y ejercer como Presidente de la Argentina, en cualquier momento.
En la Argentina, así como en otros países parecidos al nuestro, no hay escuelas, ni academias ni universidades para futuros presidentes. No hay una carrera específica, pero si la hubiera, serían millones los matriculados en ella, sin dudas.
Cuando la Constitución enumera los requisitos que debe reunir quien aspire a presidir el país no menciona en ningún momento «haberse preparado durante toda una vida para ejercer el cargo».
Pero entre nosotros sucede algo más: la mayoría desconfiamos, en general, de los buenos alumnos. No creemos ni en su sinceridad, ni en su aplicación, ni en la veracidad de sus calificaciones. Admiramos -es verdad- el esfuerzo y la capacidad intelectual, pero lo hacemos generalmente cuando estas cualidades van unidas a la posesión de otras virtudes como modestia, al recato, a la humildad y a la contención.
Dicho en otras palabras, que nos produce cierto rechazo aquel que va por la vida presumiendo de lo que sabe, de lo que ha hecho, de lo que ha conseguido tras -según él- quemarse las pestañas.
Urtubey se ha vestido de blanco y ha vestido con el mismo color a su mujer y a su hija, no solo para hacernos creer que son la familia Copito de Nieve sino también que no portan ninguna mancha en su carrera hacia la cima. Pero el blanco -ya se sabe- es el color menos indicado para tapar a los otros, para esconder las mentiras y para engañar a la vista.
Si Urtubey, con la poca preparación que tiene y la escasa destreza que demuestra en sus acciones cotidianas, se considera «número puesto» para la carrera presidencial, habría que preguntarse qué lugar deberían ocupar en la misma carrera los miles de científicos de altísima cualificación que trabajan en silencio, los expertos en un sinnúmero de materias importantísimas para la vida de nuestras sociedades, los sabios y los pensadores que nunca se han propuesto utilizar a la política como trampolín para sus apetitos personales.
¿En qué lugar quedaría Urtubey si la democracia y la República fuesen realmente un asunto de méritos académicos e intelectuales?
Ha dicho el Gobernador de Salta, con la soltura que lo caracteriza, que los líderes políticos en Europa se forman -como él- en las escuelas de administración. Esto no es verdad, por supuesto. Urtubey no sabe nada de Europa como Europa no sabe nada de él. Pero lo que es indiscutiblemente cierto es que ninguno (ni Macron, ni Merkel, ni Sánchez, ni May, ni Michel, ni Rutte, ni Tsipras, ni Costa, ni Salvini, ni Kurz, ni Löfven, ni Rasmussen, ni Sipilä) se han formado en la escuela de administración pública de Salta, que solo educa, y con mucha suerte, a futuros empleados de la Dirección de Inmuebles, no al Presidente de Francia ni al Canciller de Alemania, precisamente.
Hay que ser realistas y no ser tan presuntuosos.