
No fue tarea fácil; en parte porque Romero hijo siempre fue un personaje entre esquivo y misterioso, y en parte también porque yo ya vivía en Europa, desconectado de Salta y sin muchas posibilidades de conseguir direcciones o números de teléfono.
Diez años antes había combatido cuerpo a cuerpo, casa por casa, con el romerismo entonces naciente (el más primitivo y feroz de todos), pero mi distancia moral y política con ellos no era obstáculo -más bien todo lo contrario- para que en aquel doloroso momento familiar hiciera llegar a mis antiguos vecinos de la calle Deán Funes mi sentimiento más sincero.
En aquel momento no olvidé que un joven Juan Carlos Romero fue uno de los primeros en acercarse a mi casa el 29 de diciembre de 1985 cuando falleció mi padre. Pero aunque no lo hubiera hecho, consideré un deber expresarle en febrero de 1992 mis condolencias.
La sinceridad de este sentimiento se puso a prueba cuando, a las pocas horas de enviarlo, me enteré a la distancia de que un grupo de «amigos» (hablo de algunos notables del nefando grupo Reconquista) había descorchado una botella de Baron B para celebrar -según me dijeron- la muerte de Romero padre.
En aquel momento el pesar y la congoja cedieron paso a la indignación. Me acordé inmediatamente de la tremenda reacción de mi padre cuando -a comienzos de los años '70 y estando yo presente- uno de sus seguidores (un desalmado) le fue a contar con inocultable júbilo que un adversario político -el doctor Ricardo Joaquín Durand- padecía de cierta enfermedad. Mi padre lo corrigió con una severidad brutal, como solo él sabía hacerlo, y alejó de su círculo a aquel desalmado que se animó a suponer que mi padre se alegraría por el infortunio de un adversario, incluso de uno muy econado como lo fue el doctor Durand.
Desde que murió su padre, no he visto a Juan Carlos Romero más que en tres ocasiones, y muy espaciadas entre sí. Se podría decir que no tengo ninguna relación con él y, por supuesto, la más mínima afinidad política o ideológica.
No obstante, esta distancia, que por la edad de uno y de otro es ya irreversible, no me impide lamentar, como ya lo hice antaño, ciertas cosas que pasan a su alrededor y que -intuyo- le hacen sufrir inútilmente.
Lamentar, por ejemplo, que el diario que dirigió su padre y el complejo editorial que construyó en Limache sirvan hoy de refugio a aquellos mismos que execraron su memoria; los mismos que dijeron haber descorchado la botella de Baron B el 15 de febrero de 1992, y que dijeron (e hicieron) muchas otras cosas más que, por ahora, prefiero callar.
No termino de convencerme de la necesidad de que Romero se rodee hoy de estos áspides, avejentados y decadentes. Porque a pesar de que casi todos ellos tienen ya un pie bien metido en la senilidad y que entre todos cargan sobre sus espaldas con un largo historial de fracasos y corrupciones, ninguno de ellos ha perdido ni una gota de su corrosivo veneno ni ha abandonado el hábito tóxico del sectarismo.
No creo, en definitiva, que la nostalgia peronista sea un sentimiento más fuerte que el decoro personal.