
Al ministro Marcelo López Arias, el asunto de la posible reforma de la Constitución provincial le tira un poco de sisa.
Después de reunirse con representantes (siempre menores) de partidos políticos (nunca mayores), el mensaje del gobierno sobre este controvertido tema ha ido cambiando ligeramente, como se ha podido ver en estos últimos días.
Hasta hace poco, la invocación mágica del consenso suponía -solo suponía- una especie de «gran acuerdo» de bases sólidas y amplio espectro entre las principales fuerzas políticas. Un acuerdo que si no conseguía ser unánime, por lo menos debía aparentar serlo.
Ahora, con tanto ajuste y tanta devaluación, ese infatigable arquitecto del consenso que es el señor López Arias ha rebajado sustancialmente sus pretensiones y se conforma con alcanzar modestamente «la mayoría».
Pero ¿qué mayoría? ¿Una mayoría simple, del mayor número de interlocutores que estén por el sí? ¿Una mayoría absoluta de un número superior a la mitad? Nadie lo sabe, porque el ministro no lo ha dicho. Ni parece previsible que lo diga en algún momento.
De todos modos, lo más ridículo de su afirmación, resumida en el título de este escrito, es eso de «se avanzará».
¿Quién avanzará? ¿Él? ¿O quién? ¿Cuál sería el próximo paso? ¿Quiere decir esto que si el gobierno no logra reunir a «la mayoría» que tiene en mente, el proceso reformista se detendrá y se dará carpetazo al asunto? ¿Puede el gobierno tomar una decisión de esa naturaleza?
Con el mayor respeto que merecen sus canas, hay que decir que el señor López Arias no es nadie para decidir una cosa semejante, aun en el supuesto de que sus conversaciones previas hayan incluido a la corporación de querubines y a la de serafines, juntas o por separado. El gobierno no es dueño de la Constitución y tampoco tiene la última palabra en lo que se refiere a su reforma. Solo eso faltaría.
Que el gobierno quiera jugar el papel de facilitador, que preste el oído, las oficinas, el termo y el mate, está muy bien, pero no quiere decir sin más que esté autorizado a tomar decisiones sobre un asunto que no le compete más que en los puntos en que la propia Constitución dice que tiene que intervenir; esto es, la eventual promulgación de la ley que declare la necesidad de la reforma, la convocatoria de un eventual referéndum y la convocatoria, igualmente eventual, de las elecciones a convencionales. Todo lo demás, cae fuera de su competencia.
¿Qué ocurriría si a nuestro Cicerón de andar por casa un buen día se le ocurriera echar el freno y decidiera consecuentemente no avanzar con las consultas sobre la reforma? ¿Y si a uno o varios partidos, que desconfían del gobierno y especialmente de su ministro, se le diera por «avanzar» sin el andador gubernamental y buscar el «consenso» por su cuenta? ¿El ministro saldría a detenerlos como si fuesen carros tirados por caballos sobre la avenida Bolivia?
Que el señor López Arias siga hablando, escuchando, proponiendo, persuadiendo y desplegando sobre su paño verde todo su capital onírico, que la Constitución bien está donde está. Y si hay que reformarla, no será ni por él ni por los entusiastas aplaudidores que se sientan a su mesa a compartir medialunas y a escuchar fantasías dignas de los gabinetes de Dickens. Hay que entender, de una vez, que en este entierro el gobierno no tiene más velas que el común de los dolientes.