
A solo 31 años de aquel ingreso más bien discreto al mundo democrático, la Provincia de Salta -que no destaca precisamente por la calidad ni por la eficiencia de sus instituciones democráticas- se ha convertido, de golpe, en materia de estudio y objeto de curiosidad de los especialistas en estas cuestiones. ¿La razón? El voto electrónico.
Al menos, eso es lo que dicen el gobierno de Salta y el gobernador Juan Manuel Urtubey: «El voto electrónico salteño es modelo de estudio en el mundo» (sic).
Sobre la primera afirmación caben pocas dudas, porque efectivamente el voto electrónico implantado por el gobierno de Urtubey (a golpe de decreto, sin el consenso de las demás fuerzas políticas y en medio de sospechas de un enorme negocio opaco a los controles ciudadanos) es -más que modelo- objeto de estudio, sobre todo por parte de aquellos que recelan de sus virtudes y piensan que detrás del negocio se oculta una gigantesca operación de manipulación de la voluntad ciudadana, para acomodarla a las necesidades e intereses del poder.
Lo que está en duda es que el voto electrónico salteño sea un interés «del mundo».
Pero, para aclarar un poco más las cosas y no dejarnos llevar por lo primero que leemos, es mejor que nos detengamos a ver cuál es la dimensión de ese «mundo» al que tanto interés despierta el voto electrónico salteño.
Según la información oficial, ese mundo se reduce a tres países de democracias tan recientes y precarias como la nuestra (Perú, Ecuador y Paraguay), aunque en la práctica se limita solo a uno (Ecuador), país al que podríamos considerar como una especie de novia infiel del voto electrónico salteño, ya que en su territorio se aplican, también en fase experimental, tecnologías de votación electrónica de otros países como Venezuela y Rusia; es decir, provenientes de espacios tan incontestadamente democráticos como Salta.
La internacionalización del voto electrónico salteño -a la que mejor convendría llamar la internacionalización del negocio de la empresa argentina que ha diseñado el sistema y que tiene al gobierno de Salta como su agente oficioso de marketing- es, pues, de momento un fiasco rotundo, ya que con independencia de las bondades de la tecnología, el interés que despierta en las democracias más antiguas y rodadas del planeta es cercano a cero.
Es indudable que si los mercadotécnicos del sistema, a pesar de sus esfuerzos y del apoyo del gobierno de Salta, no pueden todavía dar el gran salto que les permita conquistar el mercado norteamericano, el francés, el alemán o el indio (la mayor democracia del mundo), es porque el Gobernador de Salta es un hombre perpetuamente traicionado por su inconsciente freudiano y, a veces, suelta frases tan desafortunadas como esta:
«Con la transparencia de voto que el sistema cuenta, quedó claro que no gana el que tiene una máquina, gana aquel que la gente elije y eso pasó en Salta».
Si la democracia consiste, entre otras cosas, en unas elecciones que ganan aquellos a quienes los ciudadanos eligen, ¿qué sentido (que no sea el de la admisión de una profunda culpa) tiene el mencionar que con el voto electrónico las elecciones no las gana el que controla las máquinas? ¿Qué cláse de propaganda envenenada es esta para un sistema que se supone es todavía más fiable que el voto tradicional de papeleta y urna?
Menos mal que «el mundo» se reduce a estos pocos vecinos curiosos, que -por suerte para ellos- todavía tienen sus dudas acerca de la fiabilidad del sistema, porque si el escenario fuera más amplio, el papelón tendría unas dimensiones verdaderamente escandalosas.