
Un juez de la Corte de Justicia de Salta ha venido sosteniendo en los últimos meses la interesante pero arriesgada teoría de que solo la continuidad de los actuales miembros de ese tribunal garantiza que en nuestra Provincia haya «seguridad jurídica».
No nos ha dicho el magistrado qué entiende exactamente por seguridad jurídica, pero de sus palabras se desprende algo así como lo siguiente: «En la medida en que sigan los mismos jueces que estamos ahora, tendremos asegurados unos criterios uniformes y estables».
Claro que lo que no es posible saber es si el señor juez se refiere a los criterios de interpretación legal, a los de control de la constitucionalidad, a los referidos a la tutela de los derechos fundamentales, a los que se aplican a la materia electoral, a las acordadas que versan sobre temas tan raros como las licencias por maternidad o la internación de pacientes psiquiátricos, a las decisiones sobre el personal del Poder Judicial, a los criterios de «iniciativa legislativa», a los de selección de jueces y magistrados, a la formación de secretarios y empleados del Poder Judicial, al poder de superintendencia sobre los órganos inferiores o todo lo que tiene que ver con el gobierno omnímodo y cuasifeudal de uno de los pilares del Estado.
Probablemente, se refiere a todas estas cosas juntas, lo cual nos lleva inmediatamente a pensar que lo que defiende el señor juez no es la «previsibilidad» sino el «poder invariable y duradero», que como todo el mundo sabe, es más propio de los regímenes dictatoriales que de las democracias.
Pero suponiendo que solo se refiera a la interpretación legal y constitucional, su postura -entre paternalista y mayestática- es bastante peligrosa, si se me permite calificarla de este modo.
Viene a decirnos, en términos generales, que los derechos de las personas, la «Justicia» como ideal democrático y como aspiración humana, no dependen en realidad de la Ley, debatida y votada por los representantes de los ciudadanos, sino de la recoleta voluntad de unos señores, que ni debaten ni han sido elegidos para representar a nadie.
Si el criterio del señor juez fuese, por así decirlo, universal, cada vez que la Corte Constitucional Federal de Alemania o el Tribunal Constitucional Español (cuyos miembros duran 12 y 9 años, respectivamente) cambian de composición, todo el edificio de la interpretación constitucional se desmoronaría y estos países entrarían en una preocupante espiral de inseguridad jurídica. Afortundamente, ni en Alemania (donde los jueces no son reelegibles) ni en España (donde tampoco lo son para otro periodo inmediato) suceden cosas como estas, ya que el recambio periódico de los jueces y la «cooperación intergeneracional» no solo forman parte de la normalidad sino también de lo deseable.
Instituciones como los tribunales, los derechos o las leyes existen, precisamente, para evitar que la voluntad caprichosa de los hombres convierta nuestra convivencia en un caos y en el reino de la arbitrariedad. Para alcanzar un objetivo tan básico como este, los tribunales más importantes de los países más importantes disponen de un cuerpo consolidado de doctrina unificada (hay recursos y salas especializadas que se ocupan de ello), que conforma un acervo que reúne valores y criterios acumulados a lo largo del tiempo, sometidos a permanente contestación y enriquecidos continuamente por la aportación de nuevos enfoques y orientaciones, tanto filosóficas, como sociológicas, políticas o jurídicas.
En otras palabras, que en una importante cantidad de materias, son los «viejos que ya no están» (incluso los muertos) los que deciden cómo han de hacer su trabajo los «nuevos». Así funciona ese antiguo invento al que los romanos dieron el nombre de scientia.
Si por esas casualidades el señor juez de la Corte de Salta fuese designado mañana magistrado del Tribunal Constitucional español y se le ocurriera decir en voz alta: «Conmigo llega la seguridad jurídica, pues a partir de mañana mis interpretaciones se impondrán a los cuarenta años de jurisprudencia atrasada de este tribunal», a buen seguro que sus compañeros lo mirarían con cara de incredulidad, pues el Tribunal Constitucional es lo que es precisamente porque una variedad bastante amplia de jueces de la más diversa extracción política, que se han ido sucediendo y renovando a lo largo del tiempo, ha conseguido construir su prestigio en base al respeto del trabajo de quienes los han precedido. Es decir, jamás ha habido en este tribunal una «jurisprudencia de camarilla», como la que propone el ilustre juez salteño.
La duración limitada de los jueces de altos tribunales como los que he citado, más que una garantía judicial, es una garantía democrática, pues como estos tribunales se ocupan de asuntos estrictamente políticos (la materia constitucional lo es), no hay nada que justifique que deban durar toda la vida. Si lo hicieran, estarían contrariando el ideal democrático del poder limitado.
Incluso si pensamos en los tribunales superiores como instancias supremas de salvaguarda de la unidad de la jurisprudencia, la duración ilimitada, más que favorecer este objetivo, lo empequeñece y obstaculiza su consecución.
Tanto la interpretación de la Constitución como la del resto del ordenamiento jurídico debe evolucionar, porque de lo contrario el precio que deben pagar los ciudadanos por el estancamiento de los criterios doctrinales, y por la comodidad de unos magistrados que presumen de «jugar de taquito», sería altísimo.
El secreto reside en la calidad de las leyes, en su publicidad, en su generalidad y en tantas otras cosas que son propias de las normas abstractas, pero jamás en la voluntad de los jueces. Nuestra Constitución, desde que existe, nunca se ha planteado convertir a los jueces en protagonistas activos de la vida democrática. Son una pieza clave del sistema, por supuesto, pero de ahí a deducir que tienen que ocupar el centro de la escena política, como pretenden algunos, hay una considerable distancia.
Cuando el activismo de estos magistrados llena el lugar que debería ser ocupado por otros poderes del Estado (sea cuando se «ordena» al gobierno pagar una determinada prestación o cuando se emiten acordadas para regular las licencias laborales por maternidad) estamos permitiendo a los jueces hacer lo que no pueden hacer: legislar, gobernar, tomar decisiones ejecutivas y sancionar normas jurídicas abstractas y generales.
Si nos ponemos a buscar la razón por la que los jueces han perdido aceleradamente su prestigio y todos los días reciben críticas por sus actuaciones y sus decisiones, no tenemos que echarle las culpas a Internet o a las redes sociales, sino al creciente protagonismo político que reivindican aquellos que parecen no conformarse con jugar el papel que la Constitución les ha asignado, y que no es precisamente modesto, como ellos creen. Y ya se sabe: el que se mete en política lo menos que puede esperar es recibir palos.
Lo que no se puede hacer es desplegar de forma consciente una intensa actividad política, invadir las competencias de otros poderes, organizar y decidir las elecciones a pata suelta, allanar la autonomía municipal a voluntad y, al mismo tiempo, reivindicar un carácter sagrado e intocable, como los faraones en el antiguo Egipto.
Si esa es la «continuidad» que se pretende con la sonora pataleta que apunta a hacer eternos a los jueces actuales de la Corte de Justicia de Salta, definitivamente no nos interesa. Entre otros motivos, porque en un sistema jurídico como el nuestro los jueces no pueden ni deben tener la ley en sus manos, pues su tarea se limita a aplicarla con el máximo rigor posible. Solo la pueden interpretar cuando la ley contenga lagunas o silencios, pero de ningún modo cuando es clara e inequívoca, pues hacerlo significa pasar por encima del Poder Legislativo. No debemos olvidar que los «fallos pretorianos», creadores de derechos e inventores de posiciones jurídicas subjetivas contra legem, son la mejor garantía de destrucción de la seguridad jurídica. Es decir, exactamente lo contrario a lo que defiende nuestro buen juez.
Lo que se debe reforzar y prestigiar es a la Corte de Justicia, como institución, no a los jueces que coyunturalmente la integran. Solo Messi puede estar por encima de la Selección Argentina. Fuera de este caso no hay otros. Y en la Corte de Justicia de Salta -dicho sea con el máximo respeto que merecen sus integrantes actuales- no hay ningún Messi.
Hay que aprender a distinguir entre la institución permanente y necesaria, por un lado, y los hombres efímeros y contingentes que las ocupan, por el otro. Si de lo que se trata es de mostrar la imagen de una seguridad jurídica que existe en la mente de algunos pero que en la realidad es solo una aspiración postergada, se ha de comenzar por darle a la Ley el papel que le corresponde, el que la Constitución le asigna, y alentar que los tribunales hagan su trabajo, sin caer en la tentación de subrogarse en las competencias exclusivas de los otros poderes. El Poder Judicial, por definición, no lo puede todo, pues si pudiera hacerlo -como quieren los actuales jueces de la Corte- la democracia sufriría un devastador impacto mortal.
No solo se deben racionalizar (disminuyéndolas, repartiéndolas entre órganos diferentes e independientes) las competencias extraordinariamente amplias y peligrosamente antidemocráticas que hoy tiene reconocidas la Corte de Justicia de Salta, sino que hay que estimular en los magistrados ese sentimiento de pertenencia a una república fundada en la igualdad que rechaza los cargos eternos o vitalicios. Hay que decirles hasta el cansancio: «Ustedes no solo son como nosotros sino que también forman parte de nosotros mismos. ¿Por qué quieren entonces que los tratemos de forma diferente?»