
La revelación es francamente sorprendente, por varios motivos.
El primero está relacionado con la histórica negación de la estratificación social por parte de la doctrina peronista, que afirma, palabras más, palabras menos, que la intervención del Estado es más que suficiente para borrar cualquier distinción entre las clases sociales.
«Sostenemos que los problemas sociales no se han resuelto nunca por la lucha sino por la armonía. Es así que propiciamos, no la lucha entre el capital y el trabajo, sino el acuerdo entre unos y otros, tutelados los dos factores por la autoridad y la justicia que emana del Estado. Lo entendemos así los soldados, porque a fuerza de ser técnicos en la lucha, es que amamos tanto la armonía y la paz» (Doctrina Peronista - Capítulo III - Política Social - Buenos Aires, 1947).
Parece evidente, pues, que al proclamar a la armonía y a la justicia entre los agentes sociales y al colocar al Estado como garante último del entendimiento, fatal y permanente, entre el capital y el trabajo, ninguna movilidad social es posible, simplemente porque los trabajadores son tan intensamente felices que ninguno de ellos, en su sano juicio, desearía cambiar su privilegiado status social por otro.
El segundo motivo tiene que ver con el hecho de que, hasta ahora, se pensaba que toda la «política social» del gobierno de Urtubey -si es que se la puede denominar así- estaba orientada a favorecer, no la movilidad social individual, sino el cambio en la posición de los estratos o la distancia que los separa, a través de medidas que favorezcan el desarrollo económico, con solidaridad y justicia social.
El tercer motivo está conectado con el anterior: si lo que pretende Urtubey, como dice su reciente justificación de las donaciones de terrenos, es promover la movilidad social de los individuos, lo que está afirmando su gobierno, al menos en el plano doctrinario, es el predominio de ciertos valores asociados a la capacidad individual y el fomento del espíritu competitivo, características distintivas de una sociedad egoísta, individualista y meritocrática.
El cuarto motivo es algo un poco más técnico. ¿Realmente piensa el Gobernador de Salta que fomentando la práctica de ciertos deportes -como por ejemplo el rugby- se genera «movilidad social ascendente»?
Porque hasta ahora -que se sepa- los dos únicos elementos conocidos que favorecen el ascenso social de los individuos y de los grupos son la educación y el trabajo. Y probablemente la única forma objetiva que haya para medir efectivamente el ascenso social sea el aumento de los ingresos o el cambio apreciable del status económico de los individuos.
Dicho en otros términos, que bien podría el Gobernador crear doscientos clubes para la práctica del polo en los barrios más marginales de Salta que no por ello quienes practiquen aquel deporte variarán un ápice su status social. Mientras que el trabajo asalariado siga escaseando; mientras el poco trabajo disponible siga fabricando pobres; mientras el gobierno siga apilando a los pobres en barrios horribles con ínfima calidad de vida; mientras las escuelas y colegios no resistan ninguna prueba de calidad, ni el polo, ni el rugby, ni el bridge, ni la Fórmula 1, ni la donación de terrenos resolverán ningún problema.
Pero, conociendo algunos desvelos absurdos del gobierno de Urtubey y la nanomentalidad de algunos de sus colaboradores no es posible descartar sin más que alguien piense sinceramente que el camino hacia el tan apetecido ascenso social pasa por la práctica intensiva del fútbol, o del rugby; por las elecciones a reina de los estudiantes, los festivales de la chicha y los concursos de tamales, empanadas y humitas.
Hasta cierto punto sería mucho más provechoso -incluso en términos electorales- que Urtubey se sincerara y reconociera que sus regalos de terrenos son la forma que tiene el gobierno de fabricar incondicionales y votantes cautivos, pues mucha gente -incluidos muchos gobernantes- entre la diversión y el trabajo prefieren largamente a la primera.
En suma, que el «ascensor social» de Urtubey es un fiasco rotundo, por dos razones fundamentales: la primera, que el empleo está retrocediendo en Salta de una manera alarmante (las cifras de desempleo y de trabajo no registrado [desprotegido] son sencillamente escandalosas); la segunda: que la educación muestra unos niveles tales de deterioro de su calidad que no permiten albergar muchas esperanzas en un futuro de mayor cohesión social y reducción de las desigualdades.
Y lo peor de todo: que este planteamiento clasista y meritocrático se hace en nombre del peronismo más prístino. Al menos, desde ese peronismo pragmático y desconcertante que profesa Urtubey, que tan pronto le empuja un día a defender políticas vanguardistas (en defensa de los derechos de la mujer, por ejemplo) y al día siguiente no vacila en atar acuerdos sólidos y duraderos con las fuerzas más reaccionarias e inmovilistas de la sociedad.