
Si Juan Manuel Urtubey quisiera dedicarse a la tauromaquia lo tendría casi tan difícil como si se propusiera ser Presidente de la Nación. El oficio de torero consiste, en gran medida, en «verlas venir»; es decir, en anticiparse a las peores intenciones del astado y en saber salir airoso del envite.
La decisión patronal de cerrar el antiquísimo ingenio San Isidro y de enviar a la calle a más de 700 trabajadores de cualificación más bien escasa no ha sido prevista de ningún modo por el gobierno. De haberlo sido, esta es la hora que Urtubey estaría codéandose con Bill Gates, Angela Merkel, Felipe VI y Emmanuel Macron en Davos.
Un gobierno que no se entera a tiempo de que uno de los buques insignia de la economía provincial se va a ir a pique en cuestión de horas tampoco puede alardear mucho de predecir con acierto las bajantes del Pilcomayo o el número de pasajeros del Tren a las Nubes.
Lo más grave de todo, sin embargo, es que frente a la dolorosa situación social, que amenaza la subsistencia de casi tres mil familias y la estabilidad de una zona vastamente poblada, el gobierno carezca absolutamente de recursos, como una política de reconversión industrial, planes de formación profesional o remedios estructurados para atender la emergencia social. Tan solo dispone de parches y justamente eso es lo que no se necesita.
Ya es un poco tarde para crear un Ministerio de la Segunda Infancia, pero buena parte de la solución pasaba por tener previamente dispuesta una sólida red de contención para imprevistos mayores de esta naturaleza. Urtubey ha fallado nuevamente, aunque ciertamente habla bien de él el hecho de que se haya quedado en Salta a aguantar las bofetadas de los sindicatos y haya preferido ponerse al frente del asunto antes que empolvarse la nariz para pasearse por el photocall de Davos.
Cualquier gobernante responsable hubiera hecho lo mismo, es cierto; pero en este caso particular un sentido elemental de la responsabilidad habría empujado también al Gobernador a reconocer públicamente que los dos anteriores ministros de trabajo del gobierno fueron unos verdaderos improvisados (ya el propio ministerio es una improvisación mayúscula) y que su política de empleo y formación profesional, que consistió mayormente en subsidiar a pequeñas cooperativas de costureras y amasadoras de pan casero, no sirve ni de lejos para paliar una crisis de semejante envergadura como la que plantea el cierre definitivo del añejo ingenio.
Solo Urtubey sabe por qué su gobierno se desinteresó por la viabilidad de esta empresa, a la vista de sus notorias dificultades, de su creciente obsolescencia, de las transformaciones estructurales de los mercados, de la revolución tecnológica en curso y de las nuevas demandas sociales. Otro tanto, por supuesto, le corresponde reflexionar a la dirección de la empresa y a los sindicatos, que, al igual que Urtubey, tampoco la vieron venir.
Casi por las mismas fechas en las que se anunció el cierre del ingenio San Isidro, la empresa Carrefour -una de las compañías de distribución minorista más importantes del mundo- dio a conocer un plan para liquidar unos 2.500 puestos de trabajo, solo en Francia.
Está claro que Carrefour no se hundirá, pero el recorte de la plantilla es tan grande que ha puesto en guardia a casi todo el país, con el gobierno por delante.
Pero el gobierno francés, lejos de ver en la reducción de Carrefour una amenaza a la economía del país, lo contempla y lo trata como una oportunidad, tanto para la empresa, como para el sector económico en que se desenvuelve y, por supuesto, para los trabajadores que van a ser despedidos, que cuentan -a diferencia de los obreros del ingenio salteño- con una enorme variedad de recursos que les van a permitir acometer su reconversión de una forma rápida y eficaz.
Si el gobierno nacional -que es el que tiene la competencia para esto- no estuviera pasando un pésimo momento por la creciente fragilidad política del ministro Triaca, es casi seguro que se pondría firme y exigiría a la dirección de la empresa la formulación de un plan social serio y creíble para mitigar las lamentables consecuencias de su cierre. Pero tal y como están las cosas, no es seguro que algo de esto vaya a producirse.
De allí que lo que pueda hacer el gobierno de Urtubey es clave para saber si nos enfrentamos a un escenario caótico en unas pocas semanas o si, por el contrario, como sucede en Francia, los salteños estamos frente a una oportunidad que puede hacer que el valle de Siancas encuentre otros fundamentos, más novedosos, para su economía.
Pero Urtubey y sus amiguetes saben más de campañas de imagen y de zancadillas políticas que de reconversión industrial, así que todo indica por el momento que la mejor solución que aquellas mentes sagaces puedan alumbrar será una mala solución global, para los trabajadores, para el sector económico al que pertenecen, para el valle de Siancas y para el futuro de los habitantes de la Provincia de Salta en su conjunto.