
En 1920 el socialista malagueño Fernando de los Ríos se encontró con Lenin para tratar con el líder revolucionario el posible ingreso del PSOE a la Tercera Internacional. La leyenda cuenta que durante aquella reunión de los Ríos preguntó a Lenin cuándo la revolución rusa iba a hacer posible la libertad de los ciudadanos, y que el bolchevique, después de una extensa respuesta, zanjó el asunto con una frase inolvidable: «¿Libertad? ¿Para qué?».
La respuesta de Lenin fue sorprendente porque ya en aquellas épocas turbulentas la libertad de los ciudadanos frente al Estado y a sus semejantes era un fin en sí mismo.
Pero no sucede lo mismo con los impuestos, cuya finalidad es claramente instrumental. De allí, que cuando las cargas que el Estado establece aumentan o disminuyen siempre tiene que haber una razón de orden práctico que lo justifique.
Normalmente, cuando en un país las cosas son claras, las derechas hacen lo que está a su alcance para bajar los impuestos y las cargas públicas, en la convicción de la que la intervención Estatal -especialmente en la economía- ha de ser mínima y que las fuerzas que mueven el mercado son suficientes para distribuir la riqueza, el bienestar y la prosperidad. Al contrario, las izquierdas generalmente aumentan los impuestos, porque consideran que el Estado debe tener un protagonismo, más o menos excluyente, no solo en la distribución del bienestar sino en la producción de la prosperidad. Los impuestos constituyen, en este caso, la única forma de lograr una distribución más eficaz de la riqueza, en base a criterios de justicia social.
Las dictaduras y los regímenes autocráticos, en general, cualquiera sea su orientación ideológica, recurren al aumento de los impuestos para reforzar el poder del líder, para asegurar la dominación del Estado, para enriquecer a la oligarquía gobernante, o para tapar los agujeros de su propia ineficiencia, sobre todo cuando se han administrado mal los recursos públicos o se ha conducido de forma irresponsable las políticas.
En el particular caso de la Provincia de Salta hay que preguntarse qué finalidad persiguen en realidad las medidas fiscales anunciadas por el gobierno, porque es bastante poco creíble que lo que se pretenda sea expandir la riqueza, el empleo o el bienestar de los ciudadanos.
Esto quizá podría ocurrir si la economía provincial enfrentara un ciclo de prosperidad al que no se ajustaran muy bien las estructuras de recaudación fiscal y de gasto público, pero difícilmente cuando, como sucede en la actualidad, las cuentas públicas son un desastre porque el gobierno no ha sabido, no ha podido o no ha querido darse cuenta de que sus aciertos y errores proyectan unas tremendas consecuencias sobre la economía. Una economía atrasada en la que el sector privado aparece visiblemente desbordado por la actividad de un Estado, capaz de mantener (a duras penas, eso sí) una burocracia improductiva, numerosísima y notoriamente ineficiente.
Una de las consecuencias de este protagonismo casi excluyente del Estado en la economía, o, para mejor decir, uno de sus indicadores, es la virtual ausencia en Salta de una burguesía pujante e ilustrada, como sucede en otras partes del mundo en donde el capitalismo funciona razonablemente bien. En Salta, los que ocupan este lugar son los políticos (los que están cerca del gobierno o buscan estarlo) y este solo dato ya sirve para poner de relieve la enorme distorsión que padece el sistema económico en Salta.
Quiere esto decir que los mayores impuestos o la mayor recaudación fiscal, en tiempos de bonanza económica, no se traduce en mayor bienestar ni en mejor redistribución del ingreso, sino en más poder para los que ya tienen poder y riquezas en exceso. Y en tiempos de recesión, la mayor carga tributaria que deben soportar los ciudadanos no apunta a revitalizar la economía, a crear más empleo o a desarrollar mejores mecanismos de protección social sino simplemente a parchar las fugas de recursos que han provocado las irresponsables decisiones que se tomaron en el pasado. En suma, más impuestos para compensar las pérdidas del botín.
Desde este punto de vista, las medidas fiscales anunciadas no solo carecen de justificación política sino que están desprovistas de cualquier sentido ético. Los salteños no deben pagar con su esfuerzo los excesos y los errores de los gobernantes, sobre todo cuando las medidas que se anuncian excluyen totalmente, como es público y notorio, la posibilidad de reformar los mecanismos institucionales por los cuales una enorme porción de los recursos públicos se dedica, bien al enriquecimiento personal de algunos, bien al refuerzo del poder de turno.
Es decir, que mientras algunas cosas sigan como están y no se planteen reformas profundas que confieran algún sentido al mayor esfuerzo contributivo de los ciudadanos, estos verán que el dinero que aportan a las arcas estatales -sea más o sea menos- irá siempre a parar a los mismos bolsillos y se aplicará para los mismos fines antisociales de siempre.
Sería bueno que los salteños no se dejen engañar por el espejismo de las obras públicas o del pago puntual de los sueldos. Si no se pueden hacer obras útiles, necesarias y de calidad, lo mejor es no hacerlas y aumentar las partidas destinadas a la protección social; especialmente la de las familias más vulnerables. En Salta hay cientos de miles de personas sin ingresos y sin posibilidad alguna de conseguirlo, de modo que muchos agradecerían el pago de una renta periódica, por escasa que fuera, y la preferirían antes que tener playones deportivos en los pueblos, calles pavimentadas o plazas ornamentadas.
Aumentar impuestos para seguir fidelizando a los intendentes vitalicios -auténticos «señores de la guerra»- para construir viviendas desastrosas e indignas o para hacer fluir por las cañerías agua contaminada, no tiene mayor sentido. El gobierno -este y cualquiera- antes de recaudar más tiene que demostrar a los ciudadanos que es capaz de gastar mejor.
Por estas razones es que hay que preguntarse ahora y preguntarle a los gobernantes: «Impuestos, ¿para qué?».