
No espero nada de las elecciones en Salta. Ni de estas del próximo domingo ni las de la reina de los estudiantes. Todo en nuestra Provincia parece estar perfectamente organizado y sincronizado para quitarle a las elecciones -sean o no populares- ese componente de incertidumbre y creatividad que las hace atractivas, o necesarias.
Es una cuestión que va bastante más allá de la personalidad de los candidatos, pero en la que influye decisivamente la preocupante caída del brillo personal de quienes periódicamente se someten al escrutinio de sus conciudadanos.
En estos días no me puedo quitar de la cabeza dos palabras (en inglés) que sirven para expresar muy bien esta idea. Una de estas palabras es allure (esa cualidad de ser poderosa y misteriosamente atractivo o fascinante) y twinkle, que se aplica generalmente a una estrella o a una luz y que significa algo así como emitir destellos que varían repetidamente entre el brillo y la debilidad.
A nuestros candidatos y a nuestra política en general le faltan las dos cosas: allure y twinkle.
El Gobernador de Salta -que personalmente me inspira una gran ternura, no tengo por qué ocultarlo- es un claro ejemplo de la falta de brillo y de atractivo que atenaza a nuestros políticos. Y no puedo dejar de decir que descubrir esto me provoca una desilusión mayúscula.
Poniendo siempre por delante el respeto personal (nunca he tenido razones para lo contrario, dado que no lo conozco personalmente), he procurado desde estas páginas alertar sobre las precarias cualidades políticas de nuestro mandatario, pero generalmente con la intención de «humanizarlo»; es decir, de bajarlo de ese pedestal al que primero se subió él y después muchos salteños (que no son todos) se empeñaron en sacar lustre.
Pienso no solamente que este es un empeño legítimo en democracia sino que se trata de algo muy necesario para nuestro progreso en libertad y prosperidad.
Pero quizá a causa de esa obstinada costumbre de idealizar, hoy los salteños tenemos a un Gobernador con una larguísima vida política a sus espaldas, con un poder enorme (que, paradójicamente, es inversamente proporcional en intensidad a su eficiencia) y cada vez más parecido (o al menos eso se cree él) al Señor del Milagro y a Martín Miguel de Güemes.
Puede que la historia o el Reino de los Cielos funcionen en base a este tipo de iconos, pero la democracia definitivamente no. La magia tiene un valor muy bajo en la política. Nuestro sistema de convivencia no necesita de seres providenciales o extraordinarios sino de personas normales, con los pies bien afirmados sobre la tierra.
Esta es una de las razones por las cuales nuestras elecciones jamás serán normales, en el sentido más democrático de la expresión. Por eso las campañas no sorprenden ni ilusionan a los ciudadanos. A mí, al que menos.
Las personas que aspiran a representar a sus semejantes en las instituciones y a hacerse responsables de la satisfacción de las necesidades colectivas no necesitan estar en el firmamento como semidioses intocables sino a ras del suelo, dándose frecuentes baños de realidad. Pero con el brillo y el atractivo que se requiere para despertar el interés y la confianza de sus congéneres.
En esta caída vertiginosa de la política advierto también un cierto fracaso de «clase». Veo con tristeza, por ejemplo, a Urtubey -a quien cualquiera puede considerar un ejemplar prístino de la educación más elitista y portador de las mejores costumbres de Salta- convertido en un ser sin principios ni conciencia moral, solo porque su empeño es mantener y acrecentar su poder, y hacerlo en nombre del peronismo más rancio, y no tengo más remedio que aceptar que el futuro de Salta es sombrío.
Bien es verdad que aquella «clase» a la que pertenece Urtubey venía ya desde hace algunas décadas mostrando síntomas de fatiga y de deterioro (moral, intelectual y económico), pero es que tenía que venir alguien que resumiera en un solo cuerpo todas las inconsecuencias pasadas. Y Urtubey lo ha logrado. Él encarna mejor que nadie el espíritu de la decadencia.
Cualquiera sea el resultado de las elecciones del próximo domingo, el lunes sabremos una cosa muy clara: Los salteños no habremos sido capaces de dar la vuelta a una página gris de nuestra historia.
Como escribí hace algunos meses, estamos frente a una gran oportunidad. Pero hoy estoy más convencido que nunca de que esa oportunidad está perdida, de antemano.
No albergo esperanzas ni aun en el supuesto de que los votos de mis comprovincianos pongan a Urtubey en el lugar que se merece, por sus continuos desaciertos y por su prolongado idilio con el poder. Da igual que el Gobernador gane o pierda las elecciones y que su figura se agigante o disminuya después del domingo. Porque en Salta están sentadas las bases para la perpetuación de un modelo de convivencia que alterna la frivolidad con el escándalo y en el que prima la decisión mayoritaria y silenciosa de no realizar jamás las reformas necesarias, en nombre de la tradición, de las costumbres y del «pasado glorioso».
Me hubiera gustado que fuese mi generación la que protagonizara esa tan ansiada «vuelta de página de la historia». Pero no será posible. Asumo la parte de responsabilidad que me toca (hay que reconocer que tampoco yo he sabido hacerlo), pero vaya por Dios si lo he intentado.