
En algún momento de su ya larga vida política, el actual Gobernador de Salta, pensó que al romerismo emocional -exitoso a darle con un caño- le faltaba un componente racional, y creyó ver en la ciencia pura una solución para todas sus carencias, así como la oportunidad de convertirse en un líder cerebral que, a la vez de gobernar mejor, fuese capaz de destruir el mito creado alrededor de la figura de su mentor.
Al cabo de diez años de un gobierno de tropiezos y de descalabros (unos más grandes que otros), a Urtubey no le ha quedado más remedio que quemar los apuntes de su escuelita de administración pública, aquel think tank de tierra adentro con olor a coca mascada que pretendió emular los grandes centros de pensamiento de la rive gauche y con el que nuestro Gobernador actual tenía más o menos deslumbrado a Romero y a sus trogloditas.
Cuando esto ocurrió o, mejor dicho, cuando se hizo evidente, muchos pensaron en aplicar al caso el viejo dicho de «la cabra al monte tira», pero se equivocaron. Si a Urtubey le hubiesen dado a elegir, seguramente habría preferido ser el líder racional que alguna vez soñó, el «buen alumno humanista» convertido en gobernante (la idea de Platón rebajada del ágora de Atenas a la calle Mitre al 600), e incluso el «repelente niño Vicente», pero a condición de hacer las cosas bien, según mandan los cánones de la Santa Iglesia.
Pero las cosas no le han salido como soñaba, ni queriendo. De golpe se dio un baño de realidad en la peor de las duchas posibles; esas que brotan en los tierrales, al lado de los paredones de bloques de cemento apilados y ventanas hechas de latas de aceite aplanadas. Urtubey ha topado con penca en más de uno de los temas que desde su pretenciosa escuelita creía tener sobradamente controlados, echando mano de la prolija teoría. Y al final no ha tenido más remedio que recurrir a la magia.
En ese largo y accidentado proceso de descenso del topos uranus, Urtubey ha enterrado en el fango a quienes hubieran podido, llegado el caso, ayudar a desenterrarlo a él. Pero eso ya no es posible. El Gobernador de Salta tiene todas sus fichas puestas en los casilleros de personajes grises y poco experimentados como los maquiavélicos reprimidos de Parodi, Calletti o Rodríguez.
De lo que se trata es de gobernar, no de mantener y acrecentar el poder, porque para esto último no le faltan (nunca le han faltado) buenos consejeros. La cuestión es que a la hora de tomar las decisiones fundamentales de la sociedad a la que gobierna, las decisiones útiles, Urtubey se ha equivocado sin remedio y no es capaz de ver el rechazo ciudadano de ninguna forma, porque los arquitectos del poder, que le han construido un Monoblock Salta delante de sus ojos, se lo impiden.
No vale la pena echar un repaso pormenorizado a sus diez años de gobierno. Quizá alguno de esos a los que guste mortificarse o que adoran que un morocho enmascarado los azote a latigazos hasta provocarle sangre podría hacerlo. De esos no faltan en Salta («cuando nadie me ve puedo ser o no ser»).
Pero aquel que se aboque (o se «avoque», como escriben las más altas autoridades jujeñas) a estudiar este periodo y lo haga con asépticas intenciones históricas descubrirá sin apenas esfuerzo que estos diez años en los que Urtubey ha estado aferrado al timón de la nave Salta se ha convertido en un gran disparate histórico.
Porque ha sido Urtubey y no otro el que ha propiciado la extinción de una clase dirigente culta y comprometida. Los ha usado a casi a todos y a todos los ha agotado y consumido en experimentos delirantes, personalistas, inviables y catastróficos, que, transcurrida una década entera, no han fructificado. Los salteños viven hoy mucho peor y más tristes que hace años; incluso más que cuando gobernaba con olímpico desprecio hacia sus congéneres ese gran constructor de símbolos huecos que fue Juan Carlos Romero.
Urtubey ya no puede corregir el rumbo, porque, aunque le quedara tiempo, carece ya de ganas de hacerlo, sobre todo después de que alguien le convenciera de que alcanzó el Olimpo. Tras la desaparición física de aquellos que podrían haber contribuido a hacerlo entrar en razones, el Gobernador de Salta ha resuelto tirar la chancleta, no solo en el aspecto político (terreno en el que su laxitud es poco más que evidente) sino especialmente en el terreno moral. Nadie le ha pedido cuentas por ello. Ni siquiera el Arzobispo, al que si algo de autoridad le quedaba, la perdió toda al absolver cristianamente a «su niño»
La verdad es que muchos esperaban ver a Urtubey metiendo la pata hasta la coronilla, estrellándose contra un paredón, porque -ya se sabe- hay quien disfruta intensamente de la desgracia ajena. Pero no es el caso de la mayoría de ciudadanos bienintencionados de Salta que, sin coincidir con él ni compartir el sesgo alocado e incoherente de sus políticas, esperaba, más allá de las cualidades de su Gobernador, que su largo periodo de mando se coronara con algo de bienestar, progreso, justicia y libertad.
Los que defienden a Urtubey y todavía dicen que hizo lo que no hizo, afirman por el contrario que efectivamente lo consiguió. Y tienen razón: logró el bienestar para sus amigos y compañeros de colegio, el progreso para su enorme familia, la justicia para Calletti y la libertad para sus desplazamientos en avión.
¡Si por lo menos aquel think tank del «orgullo salteño», del poncho y del tubito con bicarbonato, hubiera dado los resultados esperados! Pero al no darlos, Urtubey se ha visto obligado a rellenar el formulario para matricularse en la universidad de la calle, en esa misma en la que de a ratos parece sentirse a gusto y en otras -especialmente cuando lo acompaña su esposa- demuestra que el roce entre clases le provoca un intenso sarpullido interior.
En resumen, que el disparate histórico ya está consumado. No se descarta que en su extraordinaria inteligencia de humanista moderno haya sido precisamente ésa la credencial con la que Juan Manuel Urtubey quería dejar grabado su nombre en el destartalado libro de la historia de Salta. Si ha sido así, no cabe sino aplaudirlo.