
El haber llegado al cénit de su madurez política le ha permitido al Gobernador de Salta encontrarse por fin a sí mismo, como esos monjes del Tíbet que viven en permanente búsqueda hasta que la meditación analítica entre montañas de aire muy fino les permite entrar en contacto con el objeto buscado.
El caso es que Juan Manuel Urtubey, tras recorrer un largo camino de penurias interiores, ha descubierto que la mejor forma de estar es no estando; de modo que su última decisión más trascendental ha sido la de huir de Salta la mayor cantidad de veces que sea posible, incluyendo el gran escape, que consiste en tomarse unas anchas vacaciones de sí mismo (y de su cargo) aun cuando se encuentra en territorio provincial.
Resultado: el Gobernador no gobierna, ni cuando está en Salta ni cuando no lo está. Si sus actos como Gobernador son completamente desconocidos para la ciudadanía cuando se encuentra fuera de Salta, cuando por esas casualidades se encuentra por aquí, sus actos y sus decisiones pasan por ser completamente intrascendentes.
Urtubey cierra así su círculo de espiritualidad, o cree cerrarlo, porque en realidad su arrogancia como gobernante-no-gobernante no le permite advertir que su larga ausencia (exterior o interior) está propiciando el crecimiento bajo sus pies de una flora verdosa, que por el momento parece un microbasural bacteriano, pero que a poco que se organice puede hacerle bastante amargos los dos años y meses que le quedan para despedirse del cargo.
Como esas veleidosas reinas de belleza a las que no les alcanza la talla para convertirse en «misses» y solo aspiran a la dudosa recompensa de ser declaradas «miss simpatía», el Gobernador, consciente de que sus tres gobiernos pasarán a la historia como los peores que ha tenido Salta nunca, ha pensado que es mejor que sus desvelos se canalicen hacia aspectos un poco más livianos de la realidad, como el pasar como el gobernador «más lindo», el más glamouroso o el que más minutos de televisión ha conseguido.
Pero no todos los salteños viven de folletines, y algunos cientos de ellos -quizá miles- prefieren tener a un Gobernador que gobierne y no un lechuguino que pasee vanidosamente su figura como si fuese un objeto de culto.
Cuando termine su tercer mandato, Urtubey no habrá aportado nada original a la política de Salta. Al menos Romero dejó dos reformas constitucionales, la una más tramposa que la otra. Pero cuando el actual Gobernador, completamente ágrafo, no habrá dejado ningún escrito cuando se marche; tampoco se le conoce un pensamiento original. Ni siquiera aportaciones doctrinarias, innovadoras o al uso. Nada. Gobernadores ladinos y pícaros hemos tenido antes, y han sido incluso más ladinos y más pícaros que este.
De todos modos, pecaríamos de injustos si no reconociésemos que Urtubey hizo un formidable aporte a la frivolidad republicana al proclamar aquello de que «Lo que tiene de bueno el ser Gobernador es que decís cualquier cosa que se te viene a la cabeza y los boludos te aplauden».
De todas las ausencias conocidas del Gobernador de Salta, la más peligrosa, sin dudas, es la interior, porque es la que provoca en los salteños una especie de efecto placebo.
En estos tiempos que vivimos, en los que -como decía Bertolt Brecht- nos vemos obligados a luchar por lo que es evidente, tenemos que admitir que la delicada lucha que libra hoy el Gobernador de Salta para entrar en la historia, llevándose varias materias a marzo, está también atravesada por esa otra genial frase del dramaturgo alemán que dice: «La raza humana tiende a recordar los abusos a los que ha sido sometida en lugar de recordar las caricias. ¿Qué queda de los besos? Las heridas, sin embargo, dejan cicatrices».
De su Gobernador «más lindo», los salteños del mañana solo recordarán dos cosas: sus ausencias y las cicatrices.