
Pongamos un ejemplo muy rápido: cuando una persona recibe las llaves de una vivienda pública (por muy minúscula o miserable que fuese), esa persona no está disfrutando de un derecho, sino que el funcionario que se la entrega «está haciendo realidad el sueño de la casa propia», lo que no es exactamente lo mismo.
Si para concretar un derecho subjetivo hace falta un acto solemne que lo exteriorice (que muchas veces no hace falta), en Salta, el protagonista excluyente de este acto es siempre el funcionario que entrega las llaves y jamás ciudadano o la ciudadana que las recibe. Estos últimos son simplemente utilizados por poder para su propia glorificación.
Así sucede con un sinfín de derechos en Salta, lugar en donde el gobierno ha convencido a los ciudadanos que frente a un derecho subjetivo, reconocido en las leyes que nos rigen, no existe una obligación correlativa, sino que es la gracia, la sensibilidad o la generosidad de los funcionarios -especialmente la del Gobernador de la Provincia y su banda de amigos- la que hace posible que los bienes socialmente disponibles se repartan con alegría.
Salvo que hablemos de entregar a una hija a una red de tráfico de personas, todas las «entregas» son bonitas y emocionantes. ¿A quién no le gusta ver la sonrisa de un niño cuando un funcionario le regala una pelota o un oso de peluche?
Pero gobernar una sociedad exige algo más que esto. Y aunque parezca contradictorio, exige más del ciudadano que del gobernante, pues ya se sabe que este último lo único que pretende es caerle bien a la gente.
El ciudadano en cambio, debe aprender que frente a las inclinaciones demagógicas del poder, su papel no debe ser el de mero coadyuvante, el de miembro de la «claque» que aplaude al dadivoso de turno. Debe empezar sabiendo que en el momento en que tiene en sus manos una vivienda, un abono de transporte, un par de anteojos, una prestación social de cualquier naturaleza, es porque hay por detrás un esfuerzo social generalmente costoso y no una gracia política.