
La triste conferencia que Urtubey pronunció en Madrid la semana pasada ha terminado de confirmar que su «proyecto» para convertirse en Presidente de la Nación es una cáscara vacía, un discurso sin sustancia, que sigue adelante solo por la fe irracional que algunos todavía tienen en el marketing político.
Pero detrás de las técnicas de venta, del maquillaje y de los lugares comunes no hay nada; especialmente reformas. Dicho en otros términos, Urtubey llega al ecuador de su tercer mandato con un historial muy pobre de reformas (no hablamos ni siquiera de grandes transformaciones sociales), que lo descalifican como aspirante a la más alta magistratura del país.
Conviene no olvidar que nuestro Gobernador lleva nueve años y medio al mando de una Provincia que se debate entre la pobreza y la miseria; en donde la vida humana (especialmente si se trata de mujeres) vale cada vez menos y los escasos réditos de la actividad económica sirven para consolidar los privilegios de unos pocos agentes improductivos, en desmedro del esfuerzo diario de muchos pequeños empresarios, emprendedores y trabajadores asalariados, cuyas rentas son insuficientes.
Esta situación no ha sido una creación intelectual del actual Gobernador de la Provincia ni producto exclusivo de sus errores, hay que reconocerlo. Él se ha limitado a acentuar los rasgos más disfuncionales de un modelo injusto que ya existía antes, que para realimentar continuamente la espiral de la pobreza y la desigualdad necesitaba en su momento a alguien como él.
Pero Salta no solo es hoy una sociedad mucho más desigual de lo que era hace veinte años. Es también una sociedad políticamente estancada, con instituciones ineficientes, con partidos políticos deshechos, con una ciudadanía bajo mínimos, con dirigentes políticos sin compromiso con el futuro y con un «mercado de las ideas» de los más pobres que se conozcan en las democracias occidentales.
Las próximas elecciones, tal cual como están planteadas, van a cambiar poco este panorama. En parte porque a la mayoría de los dirigentes políticos, forjados en un molde de pensamiento monovalente, le interesa que nada cambie para poder poner en práctica las estrategias conocidas, y en parte también porque la sociedad salteña en su conjunto experimenta una especie de terror frente a los cambios.
El gobierno de Urtubey es un gran ejemplo de la vigencia silenciosa de este «pacto de quietud» entre la clase dirigente y la gran mayoría de salteños.
La pereza, que es el rasgo estructural del pensamiento político salteño, es más visible -por no decir, más incomprensible- en aquellas formaciones políticas situadas a la izquierda del arco ideológico. Incluso los partidos antisistema, a los que en teoría se supone activos agentes contra los equilibrios existentes, en Salta aportan muy poco a ese necesario clima de insatisfacción que suele preceder a las grandes operaciones de cambio político. Su discurso apenas si ha variado en décadas. Poco y nada se puede esperar entonces de los partidos moderados o de derechas.
Aun así, ese consenso que hasta ayer parecía inamovible, y en cierto modo incuestionable, muestra hoy claros signos de fatiga.
Urtubey no representa el cambio, por mucho que sus «merchandisers» intenten hacerlo aparecer como un agudo analista del futuro. El paraíso del porvenir que viene dibujando Urtubey en sus últimos discursos solo parece ser viable si él está al comando del arca.
Pero la verdad es que, de cara a lo que vendrá, Urtubey representa la continuidad de las políticas que han empobrecido a Salta, han profundizado las desigualdades y han acentuado la inseguridad. Un hombre puede reinventarse a sí mismo cuantas veces crea conveniente, pero no hasta el extremo de llegar a destruir a sus propias criaturas. Si hay un futuro político para Urtubey, este será muy parecido a su pobre pasado.
Salta debe, por tanto, buscar alternativas y hacerlo pronto, porque el futuro no espera y sus desafíos son cada vez más novedosos y complejos. Y no se trata de elegir a nuevos hombres sino, fundamentalmente, de animarse a darle a la política nuevos contenidos, hacer que la democracia se interne en nuevos terrenos y que revisite algunos viejos, como el fértil campo de la ética pública que nunca debió dejar de transitar.
Podemos cambiar los nombres, los estilos y hasta el lenguaje, pero si no somos capaces de llevar a cabo una revolución en nuestro pensamiento, que se anime a cuestionar sin complejos todo lo que hemos hecho hasta el momento, desde que recuperamos la democracia hacia adelante, los riesgos de que todo siga igual (o que vaya a peor) son altísimos.
Salta necesita una sociedad sin líderes providenciales (los que hemos tenido se han llenado el buche a costa de la ingenuidad de quienes creyeron en ellos), pero necesita un liderazgo ciudadano claro, basado en una ciudadanía libre, atenta, comprometida e informada; y esto es muy difícil de conseguir después de tantos años de personalismos y de desertificación intelectual.
Si pudiéramos hacer una comparación entre el clima político y la contaminación del aire de las ciudades, podríamos decir que desde hace un poco más de treinta años Salta espera el paso de un sistema frontal que acabe con las altas presiones que mantienen la boina sobre el cielo de nuestras urbes. Un frente que barra hasta con la última partícula que envenena el aire que respiramos, que nos refresque el entendimiento y nos haga comprender que después de doscientos años de «tradición y orgullo» ha llegado la hora de dejar de mirarnos el ombligo e intentar con otra combinación: la de «humildad y esfuerzo».