
En un pasaje de la canción, los versos dicen algo así como «siento que nunca nadie me dijo la verdad sobre lo difícil que es crecer y la lucha que tendría que librar para conseguirlo. En mi enredo mental, he estado mirando atrás para saber en qué me he equivocado».
Casi treinta años después de aquellos versos, el Gobernador de Salta ha demostrado, con sus palabras y sus actos, que nadie se acercó a él para decirle lo complicado que es esto del crecimiento y que el amor -el que dice profesar por Salta y por los salteños- no es suficiente para evitar equivocarse.
El discurso que hoy ha pronunciado el mandatario salteño ante la Asamblea Legislativa demuestra una importante perturbación mental, pero no una intención sincera de mirar hacia atrás para buscar los errores.
La causa de esta carencia, que algunos sitúan claramente en el terreno del narcisismo, podría encontrarse sin embargo en el «amor excesivo» que el autor de los errores dice experimentar por Salta y por sus habitantes.
¡Qué enamorado no se ha equivocado alguna vez! ¿No sería más humano entenderlo y perdonar sus errores?
Tal vez, pero este enamorado, en concreto, lleva diez años equivocándose en su inexorable marcha hacia la madurez, sin que nadie se le haya acercado y dicho al oído aquella inmortal frase de Norman Mailer: «Hay una ley de vida, cruel y exacta, que afirma que uno debe crecer o, en caso contrario, pagar más por seguir siendo el mismo».
Las sociedades modernas no se gobiernan con amor. Es la ciencia la que soluciona los problemas y no los sentimientos, por muy puros e intensos que estos pudieran ser. Cuando un gobierno combina poco acierto con mucho amor, sus pobres resultados empujan a revisar el peso, generalmente desproporcionado, que tiene «el amor» en las decisiones colectivas.
De un líder político eficaz se esperan respuestas que abarcan un amplio rango de soluciones racionales, y no tanto arrebatos emocionales, que solo quedan como recursos extremos para quienes, a falta de solvencia democrática, prefieren movilizar las pasiones de los gobernados, con la intención de evitar que los ciudadanos piensen.
El gobernante paternalista es el que dice que nos ama y porque nos ama nos da dinero (en forma de inversiones). Pero quien así obra ni es un buen gobernante ni es un buen padre. Lo saben mejor que nadie los hijos de aquellas familias ricas que han visto en sus casas circular dinero en abundancia pero casi nada de decencia.
Si el amor fuese una condición sine qua non para la democracia y para el buen gobierno (algo que afortunadamente no sucede en ningún lugar del mundo), la gobernanza debiera celebrarse todos los 14 de febrero, en coincidencia con el día de San Valentín.
Los salteños, como cualesquiera otros ciudadanos que viven en un territorio democrático, no necesitan tanto amor como justicia y respeto a su dignidad como seres humanos. Y eso significa que entre una tierna palmada o un apasionado beso del líder, prefieren obtener de él una decisión acertada.