
Frente al aluvión de peticiones de dimisión de la señora Cintia Pamela Calletti, a causa del asesinato en el interior de una instalación carcelaria dependiente de su ministerio de una joven que había acudido a visitar a un recluso, Juan Manuel Urtubey ha salido a decir que su ministra no debe renunciar por «conductas culturales», en clara alusión al asesinato de la joven.
No es la primera vez que Urtubey pretende cubrir con el polivalente manto de la «cultura» las aterradoras cifras de violencia contra la mujer en Salta, que retratan como ninguna el fracaso de su gobierno. Hace años, se dio el lujo de decir en una tribuna pública que la violencia machista formaba parte del «acervo cultural» salteño. En aquel momento le llovieron las críticas, no tanto por la apelación a la cultura como culpable de algo contra lo que teóricamente no se puede luchar, como por el empleo de la palabra «acervo» que hace referencia, no a una lacra social, sino a un «conjunto de valores»; es decir, a algo «valioso».
Ahora, Urtubey ha dicho con la misma ingenua claridad de antaño que los asesinatos de las visitantes en las cárceles que él tiene el deber de custodiar forman parte del folklore doméstico, que tragedias como estas ocurren porque así lo mandan las normas que instituye el duende del carnaval, y que la ministra encargada de que las personas se sientan seguras en una instalación como estas no tiene la más mínima culpa de los asesinatos que se producen en su interior.
La exculpación del Gobernador, basada en el discutible argumento cultural, lo convierte también a él en responsable directo de la muerte de Andrea Neri. El que niega que el asesinato fue posible gracias al enorme déficit de seguridad de la cárcel de Villa Las Rosas es indudablemente el responsable de que no se hayan tomado las medidas oportunas para que el hecho jamás ocurriese.
Por lo demás, la «culturalidad» de la violencia contra la mujer, según la formulación de Urtubey, es un argumento que, en vez de favorecer la eliminación de la desigualdad y la violencia, tiende a justificar con argumentos cuasimetafísicos las conductas agresoras y, especialmente, los homicidios.
Por otro lado, todo lo que se pueda predicar en materia de «culturalidad» relacionada con la violencia de género no tiene ninguna aplicación a los asesinatos que se producen en la cárcel, en las entrañas mismas del Estado.
Cuando el Estado es el responsable de la seguridad de las personas, no hay cultura ni derecho consuetudinario que justifique un atropello a la ley allí donde se supone que la ley impera. La invocación del «factor cultural» en relación con este asesinato, en concreto, no solo constituye una falta de respeto al personal que vigila las cárceles (un desprecio clasista que considera a la cárcel una extensión del «rancho», en donde moran los pobres, los atrasados y los primitivos), sino que comporta una clara admisión de la degradación de la función gubernamental y una renuncia expresa del máximo responsable del Estado a combatir las patologías sociales en las instituciones públicas.