Urtubey dejará una herencia política muy parecida a la de la dictadura militar

Cuando el Gobernador de Salta alcance por fin su largamente acariciado sueño de trasponer los portales de la historia, y abandone así los primeros planos de la política lugareña, los salteños se verán abocados, de golpe, a las penosas tareas de reconstruir desde la nada (from scratch) el sistema de convivencia y de resucitar unas instituciones abatidas por la tiranía del personalismo.

Esta dolorosa realidad es muy difícil de percibir hoy, entre otras razones, porque el gobierno provincial gasta toneladas de dinero público en campañas de propaganda que solo apuntan a crear la falsa ilusión de una democracia pluralista y participativa.

Los salteños, en general, no se dan cuenta de que cada día que pasa se hace más grande el abismo que se ha abierto debajo de sus pies y de que el gobierno -interesado solamente en inflar la figura de Urtubey hasta límites que exceden cualquier racionalidad- está dando un gigantesco salto al vacío, sin red.

Quiere esto decir que cuando Urtubey llegue a donde quiere estar -si es que lo consigue- los salteños no tendrán nada entre sus manos. Ni siquiera futuro, en un mundo en constante transformación, en el que predomina la incertidumbre y en el que se multiplican por horas las amenazas. Ocurrirá como si en 36 años de democracia no hubiésemos aprendido nada.

Excepto quizá algunos anafes, anteojos y dentaduras postizas (artículos de vida más que efímera), nada habrá que nos permita entendernos y dialogar en paz, sin matarnos los unos a los otros, y no habrá herramientas para que las futuras generaciones puedan controlar los excesos del poder y detener las injusticias. Los anaqueles de las bibliotecas estarán vacíos y los futuros navegantes solo se podrán orientar por la opinión dispersa y no muchas veces acertada de un puñado de intelectuales enmohecidos.

Para hacer todo más grave aún, no habrá partidos políticos, serios, estructurados y con capacidad de ocupar provechosamente el espacio público. Todos ellos, incluido el superpoderoso Partido Justicialista deberán empezar desde cero, como si el que acabara de dejar el gobierno fuese el general Reynaldo Bignone y no el doctor Juan Manuel Urtubey. Apenas si habrá diferencias.

Pero puestos a buscar una diferencia que valga la pena, no tardaremos mucho en darnos cuenta de que Salta, tras doce años de Urtubey y doce de Romero, será entonces un territorio diez mil veces más injusto que lo que era cuando, por unas semanas, lo gobernó el correctísimo contador Plaza, que asumió la primera magistratura de la Provincia para que el capitán Ulloa pudiera revalidar, como lo hizo posteriormente, sus credenciales en democracia.

Y lo será no solo en distribución de la riqueza sino también y muy especialmente en materia de derechos humanos, pues hay que ser imbécil o fanático (muchos poseen las dos cualidades) para no darse cuenta de que la vida de un salteño vale hoy mucho menos de lo que valía en 1983. Es difícil encontrar diferencias morales entre el juez que en 1976 abrió la jaula para propiciar el desgraciado fusilamiento de Palomitas y los tribunales que hoy mantienen encarcelados a inocentes como Santos Clemente Vera y en libertad a decenas de criminales.

Esta depreciación de la vida humana (por llamarla con un nombre amable), este desprecio militante por los derechos fundamentales del hombre, solo se puede atribuir -y lo digo con el mayor respeto de que soy capaz- a las políticas liberticidas del gobernador Urtubey, un mandatario entusiasta, movedizo pero inexperto, a quien le cabe el dudoso honor de haber duplicado con creces el número de policías y de haber aumentado varias veces su potencia represiva.

Y si la vida de un salteño vale hoy mucho menos que antes no hay ni siquiera necesidad de preguntarse cuánto vale en nuestra tierra la vida de un extranjero. Por despreciar el valor de la vida humana en todas sus formas, hoy las instituciones de la Provincia de Salta -incluida su policía y sus jueces- ocupan un lugar vergonzoso en el gran escaparate internacional de la infamia.

Urtubey llegó al gobierno en 2007 prometiendo entre otras cosas recato republicano, decencia personal, discreción democrática y guerra al nepotismo. No cumplió con ninguna de estas promesas. Aunque muchos gobernantes del mundo hicieron lo mismo, al menos algunos lograron compensar sus incumplimientos y sus falsas promesas llevando prosperidad y justicia a sus pueblos. Urtubey no solo dejó de hacer lo que debía sino que, cuando se marche, nos dejará una Salta atrasada, con las peores cifras de su historia, con una legión de empleados públicos (insatisfechos, mal pagados y peor formados) y con la mayor desigualdad entre ricos y pobres nunca antes conocida.

Si los salteños no quieren verse sorprendidos en 2019 con una situación política e institucional parecida (aunque más grave) a la que la que vivimos en 1983, deberán tomar desde ya medidas para facilitar una decorosa salida del actual Gobernador, invitándole no solo a reflexionar sino también a tomar decisiones valientes que apunten a sanar a nuestras debilitadas instituciones, para que no solo le sirvan a él y dejen de ser instrumentos de sus ambiciones personales, y se pongan de una vez por todas al servicio del interés general de todos los ciudadanos de Salta.