
Quiere esto decir que cuanta patología social o colectivo desfavorecido o vulnerable acierte a ponerse en la diana de las maravillosas políticas de la señora ministra, encuentra una solución milagrosa, virtualmente instantánea, que por lo general aparece revestida de unas palabras mágicas cuyas vibraciones poseen un poder de sanación ilimitado.
Si nos dejásemos llevar por la cautivante y embriagadora pluma de quienes redactan a diario las noticias del Ministerio de Derechos Humanos y Justicia, quienes vivimos en Salta no tendríamos otra salida que pensar que lo hacemos en una especie de paraíso terrenal de la igualdad; en un lugar en donde se disfrutan con particular intensidad los derechos de las personas que más difícil lo tienen para acceder a los derechos.
Así, no es muy extraño ver en las construcciones lingüísticas de la comunicación ministerial expresiones como «los jóvenes de Rosario de Lerma ya saben cómo detectar situaciones de violencia en la pareja», o «los policías salteños disponen ahora de herramientas para prevenir el maltrato a los transexuales», o «adolescentes capacitados en relaciones saludables y trato igualitario durante el noviazgo», o «niñas, niños y adolescentes conocen sus derechos a la comunicación», o «sensibilizan sobre la inclusión de las personas con diagnóstico de autismo».
Para alcanzar semejantes cotas de eficacia (a la verbal nos referimos) bastan con unas espartanas charlas de sensibilización, que duran unos cuantos minutos, y cuya utilidad principal -quitando el sueldo de quienes las pronuncian- es que el ministerio de la señora Calletti entra en una especie de éxtasis al que solo acceden aquellos que consideran cumplido un deber de conciencia.
Pero mientras la sanación sigue su marcha y las palabras bonitas, cual si fueran agüita de Lourdes, toman el lugar de los hechos, la realidad en Salta, en cifras, se muestra cada vez más cruel e intratable. No hablamos solo de mujeres muertas y apaleadas o de gays y transexuales maltratados por la Policía más homófoba de la historia de Salta, sino de una multitud de personas con discapacidad que carecen de prestaciones establecidas por ley y que dependen del asistencialismo del gobierno, que decide soberanamente no sólo qué y cuándo regala sino también a quién.
Lamentablemente, ni con las charlas de poder beatífico, ni con la igualdad nominal, a los pobres les alcanza para comer, más todavía cuando padecen algún handicap físico o mental. Los presos se hacinan en las cárceles y los jóvenes delincuentes no pueden acceder a programas de reeducación, porque la prioridad es hacer parecer que dentro de las cárceles se lleva una vida normal y alegre.
Si el objetivo político de Calletti o de su ministerio es de lograr la tan ansiada «visibilidad», da la impresión de que esta aspiración se ajusta mejor a la política de regalos selectivos de anteojos para (algunas) personas con visión reducida, que con sus filosóficas apelaciones al lenguaje políticamente correcto.
Si es verdad que la ministra Calletti se ha apuntado a un concurso para ser jueza, estaríamos ante una gran luz de esperanza al final del túnel. El día en que la actual ministra empiece a impartir justicia en casos particulares, las inequidades -aunque no desaparecerán- sufrirán un significativo retroceso, y los ciudadanos podrán aspirar a que el próximo ministro o ministra les cuenten la realidad y que no les vendan buzones disfrazados de charlitas motivacionales de 45 minutos.