
Muchas personas, y especialmente muchos medios de comunicación pierden, de vista a menudo que el Poder Legislativo es, al igual que el Poder Ejecutivo, un poder unipersonal; es decir, que es ejercido por un sujeto único.
Si nos referimos exclusivamente a las instituciones federales, así como el Poder Ejecutivo, en virtud de lo que dispone el artículo 87 de la Constitución Nacional, es desempeñado por un ciudadano con el título de «Presidente de la Nación» (título que, dicho sea de paso, es igual tanto para un hombre como para una mujer), el Poder Legislativo reside en un Congreso (uno solo) compuesto por dos cámaras.
A diferencia de lo que sucede con el Poder Judicial, que es ejercido de forma total por cada juez individual o tribunal colegiado de la Nación (cualquiera que sea el grado del órgano, el poder de juzgar es único, total e indivisible), ninguna de las dos cámaras del Congreso tiene atribuida individualmente el poder de legislar. Con mayor razón aún, ninguno de los integrantes de las cámaras está investido de este poder superior, cualquiera que sea su contribución o su grado de intervención en el proceso de formación de las leyes.
Siendo ambos unipersonales, el Poder Ejecutivo se diferencia del Legislativo en que este último es ejercido por una persona políticamente compleja, pues está integrado por la unión de dos cuerpos pluriindividuales formalmente diferentes, cuyas competencias es prácticamente idéntica en lo que a la formación de las leyes se refiere, pero que presentan ciertos matices diferenciales en materia de iniciativa legislativa, juicio político, acuerdos para algunas designaciones y declaración del estado de sitio.
Y se diferencia también en que la voluntad del Legislativo se forma a través del un proceso de deliberación, normalmente complejo y reglado, parecido, pero no idéntico, al que culmina en la formación de la voluntad en los órganos judiciales colegiados.
Esto no ocurre, por ejemplo, en el Poder Ejecutivo, por razones que son casi obvias, pero que aun así conviene remarcar. Las decisiones que el Presidente de la Nación toma en acuerdo de ministros no son decisiones colectivas. Los ministros -a pesar de su nombre- son simples secretarios-asistentes del Presidente y no comparten con él poder ninguno.
Por esta razón, entre otras, es que lo que haga un legislador cualquiera, aisladamente considerado, el tiempo que se dedique a hablar en el recinto o en las comisiones, la cantidad de proyectos que ha presentado, la cantidad de las reuniones a las que asiste o el tiempo de exposición en los medios de comunicación, carece de cualquier importancia.
Un legislador puede limitarse votar las iniciativas que se ponen a consideración del cuerpo al que pertenece, sin decir una palabra, sin firmar un solo proyecto, sin aparecer en ningún canal de televisión, que su trabajo será inobjetable.
Quiere esto decir, por supuesto, que los legisladores hiperactivos, parlanchines o figurones, que nunca faltan, no se ganan mejor el sueldo que aquellos que prefieren mantener el «perfil bajo».
Lo cual no quita, por supuesto, que pueda haber legisladores vagos, indolentes e ignorantes. Pero esta circunstancia, en vez de ser valorada como una anormalidad democrática, es quizá lo más saludable que le puede pasar a la representación parlamentaria nacional, pues este tipo de personas representan, nada más ni nada menos, que a ese grupo bastante respetable y numeroso de ciudadanos que tiene alergia al trabajo, al esfuerzo y al conocimiento. Si hay ciudadanos vagos, no se aprecia a primera vista la razón ética o política por la cual sus representantes no deberían serlo.
Pero para saber quién es vago y quién no, no vale medirlos como se hace con frecuencia en los medios de comunicación, con las herramientas que ya hemos referido. Se necesita conocer otros detalles y muy precisos, como por el ejemplo el tiempo que le dedican a atender sus despachos, la frecuencia y la duración de los desplazamientos a sus lugares de origen, el contacto con los ciudadanos, la calidad de sus asesores o el nivel de la atención que dedican a los principales problemas del país. Se trata, a menudo, de cosas muy difíciles de medir.
Si los legisladores no asisten a los plenos y rehúsan participar en las deliberaciones y votaciones de los asuntos, cualquiera de las cámaras dispone de herramientas reglamentarias para lograr que lo hagan. Pero hay un detalle importante a tener en cuenta: muchos de los que no votan o no asisten a los debates no solo lo hacen por pereza (se quedan en casa viendo telenovelas o van a los partidos de fútbol) sino como resultado de una toma de posición política. Y si esta es la razón, su abstención debe ser respetada. Lo que no es lógicamente de recibo es que los legisladores pisen la cámara solo para cobrar el sueldo y ni siquiera levanten la mano cuando son llamados a votar.
Como ciudadano, preferiría cientos de veces a los legisladores aplicados, influyentes, metódicos, rigurosos, inteligentes, rápidos y con buenos asesores, por más que tengan perfil bajo y se limiten a levantar la mano en el recinto. Muchas más veces los prefiero a aquellos que se dan de codazos por aparecer en las tapas de los diarios o en los noticieros de mayor audiencia, que por firmar, firman cualquier tontería que se les ponga por delante, y que andan a la caza del trofeo de «legislador más laborioso». Normalmente, no son de fiar.